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Ocaso y redención del burro
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▲ Aspectos de Burrolandia, santuario para burros situado en Otumba, estado de México.Foto Justine Monter-Cid
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ecuerdo mi sorpresa al enterarme de que el burro es una especie en riesgo de extinción. Una presencia tan de todos los días, vochito de las bestias de carga, siempre simpático y lindo. Aquí queremos mucho a los burros, he oído decir en el campo.

Exótico para América, se aclimató desde que hace 500 años llegaron los misioneros franciscanos, quienes para subrayar su humildad y diferenciarse de los matones que se diseminaban conquistando territorios a caballo, viajaron en burros. Éstos se adaptaron muy bien a las dimensiones del espacio doméstico de los indios y a sus características corporales. Para el siglo XIX y principios del XX la iconografía del indito empezaba con él y su jumento: el tlachiquero, el carretero, el de los costales, el que tira del arado.

Siempre sufridos y maltratados, entraron en paulatino desuso. Ya sólo sirven para hacer mulas, más necias pero más aguantadoras que el asno. Si se acabaran los burros ya no habría acémilas, o sea, mulas. Ante la emergencia demográfica, dos señores pusieron en Otumba, estado de México, un santuario para la despreciada especie del género Equus y lo llamaron Burrolandia. Así, en la que se considera capital histórica otomí, con fuerte antecedente prehispánico, se protege a la otrora bestia de carga, tiro y tormento. Todo comenzó con Florildo, rescatado de un cruel abandono.

Fundada en 1996 por Dilfenio Romero y Juan Aparicio, Burrolandia acoge 86 burros y unos cuántos caballos, también salvados del maltrato y hoy ociosos. Allá en Otumba, donde el tren todavía pasa rebuznando. Se ofrecen visitas guiadas y la experiencia del burro. Uno recorre establos donde los lastimados se recuperan, y las praderas para machos y hembras (una de ellas preñada). Se ven algunos pollinos. El visitante puede llevarles zanahorias o alfalfa, nada más. No tienen llenadera, tragan la zanahoria que les pongan. Ya ven aquel de la noria siguiendo sisíficamente una zanahoria inalcanzable.

Hace poco se hizo famoso Tribilín al visitar la Ciudad de México, volverse tendencia en Instagram desde sitios emblemáticos de la capital y encontrarse con la prensa. Bien cuidado, bajito, recibe a los visitantes de este parque temático, rústico si se quiere. Enseguida uno conoce al inmenso Bam Bam, de la variedad mamut, que hace buenos mulos.

La experiencia remite irresistiblemente a dos bellas producciones cinematográficas que narran la vida de un burro: Al azar Balthazar (1966), obra maestra de Robert Bresson, y Eo (2022), el estupendo re-make de Jerzy Skolimowsky que hasta optó por un Óscar este año. En ambas, el pobre burro va de una agradable o pasable vida entre niños (Baltazar) o un circo (Eo) a la cárcel, de escapes liberadores y encuentros amables a los infiernos de la crueldad humana. Huyen hacia su propio destino trágico. Para Jean-Luc Godard, Al azar Balthazar es el mundo en hora y media. Ambas historias transcurren en Europa, donde los borricos casi desaparecieron, salvo España, por ahora.

Contamos con un filme más cercano, y aunque a ustedes les sorprenda, importante para la existencia de Burrolandia: Tonta tonta, pero no tanto (Fernando Cortés, 1972), que catapultó la fama de La India María y su burro Filemón. No sólo popularizó la relación entrañable de la comediante y su patiño asnal, sino que posicionó a Otumba en el imaginario popular al prestar su Feria Anual del Burro para el clímax de la película. Considerado racista por la corrección política, el personaje de María Elena Velasco solía ser muy querido y divertido para las comunidades originarias, no sé ahora. Filemón participaba en ese concurso de disfraces para burros vestidos, pintados o emplumados. En Otumba la consideran heroína local. Y hay un refrán: Para burros, en Otumba.

La presencia del burro es marginal en la pintura y la literatura mexicanas. A nadie se le ocurrió un Platero y yo. En el folclor poseen más presencia el coyote, el tlacuache o el conejo. Para la fotografía antigua fue un tópico de lo indígena, con milpas, nopaleras o magueyales detrás, o en un pozo, o subiendo calles empedradas. Fuera del caso mencionado, en nuestra cinematografía no rinde mucho, como no sea para bromear (el miedo no anda en burro) o ambientar la miseria, sin la enjundia ni la fotogenia del caballo que trota por buena parte del cine nacional clásico.

Los campesinos lo usaban de barómetro: si un burro escapado volvía a casa, es que iba a llover. Recuerdo un dicho de mi padre cuando se me antojaba algo: Tú ves burro y quieres montar. Hoy resulta obsoleto y políticamente incorrecto montar una especie en peligro de extinción.

Le van bien lo bucólico, el estoicismo, la paciencia, como en el poema del brasileño Lêdo Ivo (traducción de Marisela Terán): “En lo alto de la quebrada / pasta un burro. Sus grandes dientes amarillos / trituran la hierba seca que quedó / de tanta primavera… El burro contempla el día trémulo / de tanta claridad / y emite un rebuzno, su tributo / a la belleza del universo”.