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El volátil concepto de democracia
E

n un documental del canal de la televisión pública alemana (DW) aparece un hombre que vive en una camioneta en las afueras de Silicon Valley: “Hace algunos años –explica– vivía en una casa donde pagaba 2 mil dólares al mes de renta. Con la llegada de los millonarios, la renta aumentó a 5 mil dólares. No puedo irme, aquí trabajo. Quien llame a esto una democracia [al sistema estadunidense], se equivoca de manera rotunda”. Silicon Valley es la región en el mundo con la mayor concentración de millonarios por metro cuadrado y, a la vez, de más gente y familias que viven sin techo. Si hoy se quisiera plasmar una definición de lo que es la democracia, la opinión de ese trabajador desahuciado ofrecería acaso una medida bastante precisa: un sistema político y social capaz de garantizar una vida digna a la mayor parte de su población. Y, sin embargo, el concepto dominante de democracia no sólo se aparta de esa visión, sino que se mueve, en cierta manera, en la dirección opuesta. En la semántica actual, se reduce a un sistema de partidos políticos que compiten por un mercado de votos sin importar si se encuentra al servicio de élites y oligarquías económicas o no. Incluso a costa del descuido de las mínimas garantías individuales. Otra de las aberraciones introducidas por la retórica neoliberal en la esfera política.

La historia del concepto moderno de democracia se remonta acaso a 1660, año en que la revolución inglesa encontró su orden más duradero: la monarquía parlamentaria. Diez años después, Spinoza descartó que esta nueva forma de gobierno admitiera esa definición. La monarquía parlamentaria no podía representar más que una democracia para unos cuantos, lo cual equivalía a un oxímoron. Es decir, una democracia de élites. Sólo una república democrática, que garantizara la integridad civil de todos, merecía ese título. En otras palabras: una democracia societal. Locke, en cambio, vindicó a la solución inglesa como una vía para un gobierno representativo. Cien años más tarde, Kant y Rousseau, en la antesala de la revolución francesa, refutaron la idea de Locke.

Y, no obstante, la idea sobrevivió –y se mantiene paradójicamente activa hasta la fecha–. Si se observan, por ejemplo, las democracias del siglo XIX, se trata en su mayoría de gobiernos electos por 4 o 5 por ciento de la población (quienes contaban con propiedades), dedicados en esencia a proteger los intereses de esa minoría. Sólo en el siglo XX, con la irrupción del voto universal, el concepto de Spinoza empezó a cobrar sentido. Aunque no sería hasta los años 50, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando adquiriría su forma plena. En el centro y norte de Europa (al igual que en Japón y Australia), emergerían órdenes democráticos de tipo societal, muy distintos al paradigma estadunidense.

En México, la trayectoria del concepto ha sido más que tortuosa. Tanto la Constitución de 1857 como la de 1917 preveían una democracia de élites. Después, con la aparición del orden corporativo, el tema desapareció de la agenda nacional hasta fines de los años 70. Desde la reforma de 1977, el concepto quedará cautivo en los estrechos marcos del sistema de representación, sin importar los dividendos que éste tendría para la sociedad. La discusión sobre la democracia evadió así la premisa profunda que rige a la sociedad mexicana: el principio oligárquico. Las jornadas de 1988 podrían haber cambiado de rumbo el debate, pero la violencia y la devastación del salinismo cancelaron esta opción.

La transición que se inició en 1994 duró poco. Prácticamente fue interrumpida por el fraude que llevó a Felipe Calderón a la Presidencia. Se trató de un sexenio en que las nacientes y escuetas prácticas democráticas se vieron intervenidas por un extenso estado de excepción, revestido bajo la consigna de la guerra contra el narcotráfico. En 2012, Peña Nieto se encargó de un infructuoso intento de restauración: el PRI llegaba de nuevo a Los Pinos. Y con él, un avejentado corporativismo, el auspicio del orden oligárquico y la compra de votos.

Las elecciones de 2018 trajeron consigo el triunfo de Morena. Una amplia coalición que incluía –y continúa incluyendo– desde fuerzas de centroderecha hasta franjas de centroizquierda. Desplazó al estamento político que había gobernado al país durante más de 30 años desde 1985 y, con ello, abrió las puertas del ascenso a una nueva clase media. No tóco, sin embargo –al rehusarse a una reforma fiscal–, el principio oligárquico. Emprendió reformas sociales definidas por la redistribución del gasto público, que si son significativas no afectaron seriamente la asimétrica estructura social –cabe decir, con excepción de los aumentos salariales (la auténtica reforma del sexenio). Con ello desató la ira de la oposición de derecha, que se sentía dueña de ese presupuesto. Y en el ámbito de las prácticas democráticas, dejó las cosas sin tocar. La reforma al INE trata de su dimensión, no de su sustancia. A mi parecer, el INE, ese elefante de megafinanciación de los partidos políticos, acabó transformando a las formaciones de oposición en partidos de Estado, es decir, instancias incapaces de sobrevivir si no es a costa de sus nexos con el Poder Ejecutivo.

El debate sobre la democracia societal en México aún espera sus futuros protagonistas.