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Memoria y justicia
Pusimos nuestro granito de arena para la democracia que vivimos hoy

La lucha no fue en vano; un error histórico, quizá, pero necesario, dice

La ex integrante del FUZ recuerda las dos únicas acciones del movimiento armado en la capital, el asalto a la sucursal del Banco Nacional de México en la Del Valle y el secuestro del funcionario y empresario Julio Hirschfeld, antes de caer en manos de la temida DFS de Nassar Haro

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▲ A sus 83 años, se siente satisfecha de haber podido ver la transformación del país.Foto María Luisa Severiano
 
Periódico La Jornada
Lunes 20 de febrero de 2023, p. 2

Hace 52 años –27 de septiembre de 1971– un grupo guerrillero de esa época llevó a cabo el primer secuestro político en la Ciudad de México. El Frente Urbano Zapatista (FUZ) fue un grupo armado muy pequeño. Francisca Calvo Zapata lideró el comando que ejecutó esa acción. Tenía entonces 31 años. Hoy, a sus 83, Paquita, como todo mundo la llama, está dispuesta a narrar y explayarse en el relato de aquellos años de rebelión, ideales, plomo, cárcel, tortura y derrotas.

Para empezar, asegura, ella no era la líder: No había mandos, los cinco o seis del FUZ éramos iguales. Casi todas éramos mujeres: Margarita Muñoz, Lourdes Uranga, María Elena Dávalos y Lourdes Treviño Quiñones. Fuimos el brazo urbano de la guerrilla rural Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) y nuestro comandante en jefe fue Genaro Vázquez Rojas. Los libros y textos que se refieren a esa etapa de la historia subrayan su papel de líder dentro del FUZ.

El grupo duró menos de tres años y sólo ejecutó dos acciones armadas, pero de alto impacto, sobre todo por haber sido pionero del accionar guerrillero en la capital, en momentos en los que el Ejército negaba rotundamente la presencia de la insurgencia en el entonces Distrito Federal. Todos sus militantes fueron capturados y torturados en el Campo Militar cinco meses después; a todos les costó una sentencia de 30 años de cárcel. Cumplieron siete. Al salir de prisión, amnistiados, encontraron que el escenario de la lucha armada estaba devastado, sin perspectiva de futuro.

A pesar de todo, Paquita –cabellos grises, medias de lana para conjurar el frío, sin la dentadura completa y un rostro que no traiciona los rasgos de travesura infantil que se veían en sus fotos de juventud– no es una mujer derrotada. Ni de lejos.

–¿Derrotada? En lo más mínimo. Nuestra lucha no fue en vano. Un error histórico, quizá. Un error necesario. Lo que hicimos había que hacerlo. Porque las masacres de Tlatelolco y Jueves de Corpus no podían quedar impunes, con esas plazas, esas calles llenas de jóvenes asesinados. Eso no.

Medio siglo después, la clase política –incluidas las fuerzas progresistas– prefieren omitir el periodo de la lucha armada en el país. Hay poca información, cero debate, desmemoria.

–Sí. Se les olvida, como que les entra amnesia.

La memoria, cuestión de justicia

–¿Para ti qué representa esta pérdida de la memoria; qué implica el hecho de que las nuevas generaciones no tengan ni idea de que hubo lucha armada, que hubo guerrilla rural y urbana, contrainsurgencia, terrorismo de Estado, guerra sucia?

–La importancia de la memoria es una cuestión de justicia. De justicia con nosotros, de lo que nosotros aportamos. Una o dos veces el presidente Andrés Manuel López Obrador lo ha reconocido: que nosotros pusimos nuestro granito de arena para lograr este sistema democrático que tenemos ahora y que pone al pueblo en primer lugar. Entonces, mi conclusión es que nuestro fin último ya se logró. Afortunadamente yo viví para verlo y eso me trae una enorme satisfacción.

Pero su opción por la vía armada tuvo un alto costo para ella y su familia, en particular la separación de su hijo Tomás Pliego, a quien dejó cuando era muy pequeño bajo el cuidado de la abuela y con quien no volvió a vivir bajo el mismo techo sino hasta hace apenas tres años, ya con dos nietas. Después de algunos desajustes familiares, Tomás terminó con una amorosa familia en Cuba, donde se crió. Sobre su compañero de entonces, Julio Pliego, el documentalista que recogió en cámara buena parte de las luchas populares del siglo XX (huelgas, marchas, mítines, asambleas) y que falleció hace 15 años, asegura Paquita: Él no fue machista, apoyó mi decisión, aunque no estaba de acuerdo conmigo.

Paquita Calvo, con su leyenda a cuestas, siempre rehuyó las presentaciones públicas y las entrevistas, excepto las muy pocas que concedió en la cárcel o al poco tiempo de ser liberada: a Vicente Leñero, a Carlos Ortiz Tejeda y a Elena Poniatowska. Ha sido crítica y autocrítica de la experiencia guerrillera, pero reivindica sus aportaciones.

De la montaña a la capital

–¿Qué hizo el FUZ?

–Sólo dos acciones armadas, el asalto a la sucursal del Banco Nacional de México en la colonia Del Valle y el secuestro del funcionario y empresario Julio Hirschfeld Almada. Nuestro objetivo era conseguir recursos –dinero y armas– para la guerrilla de Genaro Vázquez. Pero esas dos acciones tuvieron mucha repercusión porque fueron las primeras acciones de guerrilla urbana, y en la capital. Aunque después hubo mucho más, en ese momento, 1971, 1972, nadie se esperaba que los levantamientos armados, que se fueron extendiendo de las montañas de Chihuahua hacia el sur, llegaran al Distrito Federal.

–¿Cómo se da ese viraje, de un movimiento que se conocía principalmente rural, a las ciudades?

–Nuestra tarea era procurarle apoyo a la guerrilla rural. En el caso del FUZ, apoyar al maestro Genaro Vázquez Rojas y a la ACNR en la Costa Chica de Guerrero. Procurar armas, dinero y cuadros entrenados. Estábamos claros de que nosotros éramos secundarios, un brazo armado urbano, pero lo fundamental era la guerrilla rural y nuestro comandante en jefe era Genaro. Ninguno de esos cuadros había tenido experiencia armada anterior.

–La mayor parte de las organizaciones político-militares explican su razón de ser alegando que no tuvieron otra opción, que todos los caminos para la participación democrática estaban cerrados.

–Y ése fue exactamente nuestro caso. Ese cierre de canales para la lucha democrática se materializa justamente en Tlatelolco. O sea, ya no puedes ni siquiera protestar porque te matan. Hay represión, cárcel, matanza.

Ese 2 de octubre de 1968, Paquita, estudiante de la Facultad de Derecho y madre muy joven, se aprestaba para ir a la manifestación estudiantil con su pequeño, de dos años, pero su esposo, Julio Prieto, no se lo permitió. Afortunadamente, concede ella.

No pasó mucho tiempo antes de que le llegara una invitación de uno de sus compañeros de la Facultad de Derecho, de la UNAM, para pasar a la vida clandestina, a la rebelión. Y yo acepté porque estaba muy decidida a hacer algo.

Tenía 31 años cuando le comunicó a su esposo que iba a pasar a la clandestinidad. Lo invité a que también se levantara en armas, pero Julio no estaba convencido. Me dijo: adelante. Mandamos a Tomás con mi mamá, que también fue muy comprensiva, y yo me fui, me integré y nos fuimos a un departamento seguro, por Copilco, creo.

Sin marcha atrás

–Como mamá, ¿cómo fue dar ese paso?

–Durísimo. La primera noche fue la peor. Sentí un vacío enorme, un hueco dentro de mí y pensé en mi hijo. Lo dejé, me decía. Pero en ningún momento pensé en dar marcha atrás.

–Supongo que la lucha armada y la vida clandestina en una ciudad requieren estrategias muy diferentes a la montaña, los enfrentamientos son distintos, quizá más directos…

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▲ A los 31 años, Paquita pasó a la clandestinidad, poco después de la matanza de Tlatelolco.Foto tomada del libro Fuerte es el silencio de Elena Poniatowska

–En la montaña tienes distancias más grandes, lugares donde esconderte, desplazarte. En la ciudad tienes muchas más posibilidades de un enfrentamiento o una detención repentina. Aquí estás como en una ratonera, en cualquier momento puedes ser detectado.

Por ejemplo, cuando asaltamos la sucursal del Banco Nacional de México en la colonia Del Valle cada segundo lo vivimos con el temor de que sonara la alarma, que llegara la patrulla. Ese miedo aquí, sobre nuestras cabezas. Frente a ese banco había una cafetería y ahí nos íbamos a sentar todo el día, desde que abrían, a vigilar: cuándo llegaban las camionetas con el dinero, cuántas patrullas, cuántos policías, sus rutas y sus horarios. Armamos el plan. Así fue el asalto. Nos salvamos por un pelito. Cuando nos retirábamos, a cinco o seis cuadras nos cruzamos con tres patrullas que iban al banco con las sirenas encendidas. Si hubieran llegado un minuto antes hubiera habido un enfrentamiento. Éramos los dos hermanos Lorence, Francisco Uranga, Margarita y yo.

La high society

Difícil imaginar a una joven que ha decidido dejarlo todo para hacerse guerrillera comprar cada semana la revista rosa de aquellos tiempos, Social, y leerla detenidamente. Eso hacía Paquita. Una revista que reseñaba profusamente bodas, banquetes, fiestas de postín. “Y ahí, en esa revista muy popular entre la high society, veíamos que Julio Hirschfeld esto, que lo otro, que para aquí, que para allá… y nos decidimos por él. Sería nuestro objetivo. Reunía tres características fundamentales. Era el director de Aeropuertos y Servicios Auxiliares, es decir, un funcionario del régimen sanguinario y genocida de Echeverría. Segundo, era un multimillonario, socio de PM Steel Co, una trasnacional. Y tercero, yerno de Aarón Sáenz, yerno a su vez de Plutarco Elías Calles.

Y en la revista encontramos su dirección, en las Lomas. Así llegamos a su casa, a observar todos los días sus movimientos. Cada día puntualmente salía de su residencia, abordaba el coche donde lo esperaba su chofer y tomaba la misma ruta. El día fijado lo esperamos a tres cuadras de ahí y al pasar al lado nuestro nos bajamos un compañero y yo, que íbamos bien disfrazados (yo de peluca, maxifalda y toda la cosa) y lo conminamos a salir del auto. Con armas, claro. Su chofer se puso nerviosísimo. Esa era nuestra preocupación mayor, no sabíamos si era un guardaespaldas armado o no. A mí me tocó encañonar al chofer, que del susto olvidó poner el freno. Tuve que gritarle, porque el coche ya se iba solo.

Y guapísimo...

“Hirschfeld se portó muy bien. Nos decía: no se pongan nerviosos muchachos. Lo llevamos a un refugio que habíamos preparado por Granjas México. Lo metimos a un cuarto todo forrado de periódicos y con una foto enorme de Emiliano Zapata. Nosotros con el rostro cubierto. Le explicamos el motivo de nuestra lucha, de nuestra acción. Y sorprendentemente el hombre entendió. Le preguntamos que quería comer. Pizza y vino. Muy simpático… y guapísimo.”

El rehén pidió a sus captores que no negociaran con Sáenz, su suegro, sino con su hijo. Eso hicieron. Se proyectó un plan de entrega de los tres millones de pesos que se pidieron de rescate y dos días después se materializó, a bordo de un Volkswagen, por el cine Álamos.

Contamos el dinero durante la noche. Y faltaban 14 mil miserables pesos. Él los sacó de su cartera y nos los dio. Entonces le dimos un aventón lo más cerca posible de las Lomas y ya.

Cinco meses después de esta acción, el 27 de enero de 1972, la pequeña célula guerrillera cayó. La Dirección Federal de Seguridad ya había logrado armar buena parte del rompecabezas del movimiento armado en el país y lograron rastrear sus casas de seguridad.

“Primero nos llevaron a los calabozos de Tlaxcoaque. Al día siguiente fuimos a dar al Campo Militar Número Uno. La cosa se puso muy fea. Ya ves cómo era Nassar Haro. Y Gutiérrez Barrios. La tortura y las humillaciones fueron brutales. Después de eso, a las mujeres nos llevan a Santa Marta Acatitla y a los compañeros (Rigoberto y Carlos Lorence y Francisco Uranga) a Lecumberri. Nos sentencian a 30 años.

“Para mí no fue terrible. Al menos la vida la habíamos salvado. Y sabíamos que eso podía pasar. Total, que a los siete años de estar en la cárcel viene la amnistía de López Portillo y empezamos a salir, poco a poco. Unos fueron intercambiados, liberados y llevados a Cuba, como una negociación por otro secuestro. En mi caso, en otra acción muy rara, que al final se supo que era de delincuentes comunes, pidieron nuestra libertad y llevarnos a Corea del Norte. Pedí ver a la directora del penal y le dije: ‘de ninguna manera me voy a Corea del Norte’”.

Con la moral altísima

Para Paquita, sus siete años en Santa Martha Acatitla están muy lejos de ser un mal recuerdo. En primer lugar, teníamos la moral altísima. Teníamos círculos de estudio, leíamos a Marx, a Lenin, a Trotsky, a cuanto revolucionario caía en nuestras manos. José Revueltas nos iba a ver seguido. Fue Vicente Leñero. Dábamos clases de historia a las presas comunes. Muy delincuentes, muy drogadictas o lo que sea, pero nos respetaban.

En otra ocasión fue de visita Laurette Séjourné, la arqueóloga esposa de Arnaldo Orfila, fundador del Fondo de Cultura Económica. Una mujer tan inteligente, culta, espiritual; la admiré muchísimo. Y doña Rosario Ibarra, que andaba en todas las luchas.

Siete años después, cuando salen en libertad los últimos guerrilleros presos, casi nada quedaba del movimiento armado. Sólo los llamados Enfermos de Sinaloa, que para Paquita representan, más que otra cosa, la derrota. Llegaron a una descomposición tal que les daba por matar policías. Según ellos era la lucha revolucionaria.

Un panorama desolador

Ya en libertad, Paquita busca y encuentra la forma de canalizar sus ideas revolucionarias. Al momento de salir, rememora, el panorama de la izquierda era bastante desolador. Entendí que ya la lucha armada no procedía. Entonces, a través de Julio Prieto, me acerqué al Movimiento de Acción Popular (MAP), que lo integraban Arnaldo Córdova, Rolando Cordera y otros. Y luego viene la formación del PSUM (Partido Socialista Unificado de México), que para mí fue la opción. Luego vino Cuauhtémoc Cárdenas. Después todo aquello se viene abajo. Empiezan las reyertas típicas. Yo ya no vi otras opciones y me alejé. Hasta ahora, que tenemos la Cuarta Transformación.

Para concluir, echa cuentas y saca su saldo: Ya me estoy yendo. Y me voy contenta porque mi hijo Tomás tomó la estafeta, es un guerrero, está en la Cuarta, está en la lucha. Otra diferente, no armada, pero lucha.