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Óscar René y José Rubén
H

ola, soy Óscar René Vargas. De formación profesional, soy sociólogo, economista, historiador, analista político y escritor. Soy autor de 36 libros y coautor de otros 20. Algunos de mis ensayos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, sueco, holandés e italiano. Esto dice de sí mismo un hombre que ha sido además profesor en seis universidades, incluida la UNAM, que ha trabajado para el Unicef, la OPS/OMS, el PNUD y que ha sido asesor principal del presidente de la Asamblea General de la ONU entre 2008 y 2009.

Lo que Óscar René no dice de sí mismo es que durante más de medio siglo ha sido militante de las causas de la soberanía, la libertad, la justicia social y la democracia en su natal Nicaragua; que es uno de los fundadores del Frente Sandinista de Liberación Nacional y que en un episodio ya remoto le salvó la vida al actual gobernante de ese país, Daniel Ortega Saavedra. Algunos datos que no aparecen en su página en Internet son que ese mismo Daniel Ortega lo mantiene preso desde el pasado 22 de noviembre, que está acusado por ofensas al Estado, que tiene 77 años, que sufre hipertensión, usa un marcapasos y que, en efecto, es un individuo peligrosísimo para el neosomocismo que se ha instaurado en Nicaragua en un amargo viraje de la historia: la conoce, sabe analizar la realidad, es capaz de comunicar sus pensamientos y, sobre todo, es un hombre de convicciones firmes.

No es, desde luego, el único sandinista histórico que ha sido encarcelado por eso en lo que se convirtió Daniel Ortega. Dora María Téllez, la Comandante Dos que participó en el asalto al Palacio Nacional en agosto de 1978 y que a los 23 años dirigió la toma de la ciudad de León en vísperas de la caída de Somoza, en 1979, padece desde hace año y medio un régimen de aislamiento y permanente tortura sicológica en una celda de la prisión de El Chipote.

El Comandante Uno, Hugo Torres Jiménez, quien en 1974 colaboró en una operación de toma de rehenes para liberar a sandinistas presos –Ortega Saavedra, entre ellos–, fue viceministro del Interior tras el triunfo de la revolución, recibió la Condecoración Carlos Fonseca Amador por sus méritos éticos y su respeto a la legalidad, llegó a general en el ejército tras el triunfo de la revolución y fue detenido en junio de 2021 –en vísperas de una elección presidencial realizada con una decena de candidatos presidenciales encarcelados– bajo la acusación de conspirar contra la integridad nacional. La acusación informal en boca de Ortega era hijo de perra de los imperialistas yanquis. Torres no salió vivo de la prisión; tras un declive general de salud causado por las duras condiciones de su encarcelamiento, murió en prisión en febrero de este año.

En la cercana Guatemala no hay involución histórica alguna. Allí impera desde 1954 un régimen oligárquico y cleptocrático que ha pasado por épocas de democracia simulada, de dictadura abierta y de ficción institucional, y su botarga presidencial en turno se llama Alejandro Giammattei. Los únicos rasgos en común entre éste y Ortega son su espíritu represivo, su desmedido apetito por los bienes públicos y sus posturas sociales reaccionarias y oscurantistas. Si el nicaragüense prohibió el aborto hasta en casos de riesgo de vida de la madre, el guatemalteco endureció recientemente las penas de cárcel para las mujeres que interrumpen su embarazo, proscribió la educación sexual en las escuelas y dio un portazo a cualquier posibilidad de legislar el matrimonio igualitario.

El pasado 29 de julio, la policía detuvo a José Rubén Zamora Marroquín, un hombre que lleva el periodismo en los genes y que ha fundado, a lo largo de su carrera, tres rotativos: Siglo Veintiuno, El Periódico y Nuestro Diario.

Zamora no es una figura heroica ni un guerrillero legendario, sino, simplemente, un hombre decente y un informador que se atrevió a participar en la divulgación de la escandalosa corrupción que florece en el gobierno de Giammattei. En un verdadero acto de proyección, José Rubén fue acusado en falso de chantaje, tráfico de influencias y lavado de dinero, cargos que perfectamente podrían aplicarse al gobernante guatemalteco y a sus más connotados compinches en el saqueo del erario.

La amarga moraleja de estas historias es que, más allá de orientaciones políticas o de disfraces ideológicos (como el del izquierdista Ortega), la esencia represiva de un régimen es inocultable. Quienes acusan al gobierno mexicano de llevar a cabo persecuciones políticas y de ataques a la libertad de expresión harían bien en contrastar la situación en México –donde, nadie lo niega, la delincuencia organizada sigue cobrándose un alto número de víctimas, algunas de ellas periodistas– con lo que ocurre en esos países hermanos.

Twitter: @Navegaciones