México se sitúa como el quinto mejor destino para la inversión minera en el mundo. Hasta 2018, el número de proyectos mineros en el país era de 1 531, cifra que supera por más del doble a los 667 de 2010 (Fundar, 2018). La minería tiene prioridad sobre cualquier otro uso de la tierra, solo después de la extracción de hidrocarburos o la generación de energía (Velázquez, 2020b). La lucha en defensa del territorio y en contra de la megaminería no es encabezada por las tradicionales organizaciones gremiales; más bien ha adquirido la forma de movimientos amplios, por medio de redes, asambleas o asociaciones, en muchas ocasiones de alcance transnacional, encabezados por mujeres, como la Red Latinoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Sociales y Ambientales, cuyo objetivo es hacer visibles los impactos de la minería sobre las mujeres (Vázquez, 2020a). El incremento en la criminalización de las defensoras de la tierra y el medio ambiente, y el desarrollo de conceptos como cuerpo territorio y feminicidio territorial remarcan la gravedad de estos hechos y su vinculación con la defensa de los territorios (Castillo y Urbina, 2021).
Las mujeres campesinas e indígenas se encuentran en mayores desventajas para defender sus derechos individuales y colectivos. La cultura patriarcal que predomina en los movimientos sociales vulnera aún más los derechos de las mujeres y perpetúa su opresión por razones de género (Barcia, 2017). Cuando las mujeres se movilizan para combatir estos problemas y las desigualdades, su participación tiende a ser minimizada y sus liderazgos son estigmatizados, incluso violentados, debido a la creciente criminalización. Al salir al espacio público para defender sus derechos, las mujeres desafían tanto al poder corporativo como al patriarcado arraigado con firmeza en sus comunidades. Son atacadas no solo como defensoras de los bienes naturales, sino también como mujeres que desafían las normas de género (Salazar, 2017; Velázquez, 2020b).
La minería a cielo abierto, que se practica para obtener oro y plata en México, y que lo coloca como uno de los principales exportadores de estos minerales en el mundo, se basa en extracción de minerales que se encuentran dispersos en grandes extensiones de superficie, utilizando sustancias tóxicas para separar el mineral del suelo, contaminando agua y aire (Cortés et al. 2017). Los gobiernos latinoamericanos justifican la inversión minera como una estrategia de desarrollo y lucha en contra de la pobreza. Se trata de lo que Svampa (2019) denomina “el consenso de los commodities”, caracterizado por la reprimarización de la economía a partir de la reorientación hacia actividades extractivas, con escaso valor agregado (Vázquez, 2020a).
Los impactos de la actividad minera son distintos según las condiciones sociales, étnicas y de género de la población, por lo que es necesario documentar cambios en los roles productivos y reproductivos en torno a ámbitos tales como: alimentación, salud, agua, bienes naturales, bienes comunes, propiedad de la tierra, acceso a la toma de decisiones y violencia (Salazar, 2017). En el caso de México, en el sector rural, las mujeres sólo son el 26% de comuneros o ejidatarios, el 18 % no recibe ingresos y 31 % percibe hasta un salario mínimo. En cambio, son ellas quienes contribuyen con 55 % del total del trabajo dedicado a la producción de alimentos. Si a esto se añaden las labores de cuidado, las mujeres trabajan tres veces más que los hombres, lo que en el caso de comunidades indígenas la proporción es cuatro veces mayor (Velázquez, 2020a).
La carencia de certidumbre en la tenencia de la tierra pone en desventaja a las mujeres frente a los proyectos mineros. Afrontan un riesgo más alto de ser despojadas de su patrimonio, y cuando hay desplazamiento su vulnerabilidad aumenta pues las políticas de reubicación e indemnización no cuentan con un enfoque de género que permita incluirlas como sujetas autónomas, dejándolas a la deriva de las normas consuetudinarias patriarcales (FAU-ALC, 2016); también repercute en la pérdida de acceso a fuentes de agua y caminos, lo cual agrava aún más las condiciones de vida de mujeres y pueblos enteros, condicionando su seguridad alimentaria. Las decisiones se toman en asambleas ejidales, espacios en los que las mujeres tienen una representación del 19% a nivel nacional, por lo que es común que los acuerdos se hagan sin su participación (Vázquez, 2020a).
Los impactos en la salud por las actividades mineras van de provocar enfermedades respiratorias y cáncer a aumentar los índices de enfermedades de transmisión sexual, abortos espontáneos, embarazos riesgosos y malformaciones fetales (FAU-AL, 2016). La atención a las personas enfermas demanda trabajo extraordinario de las mujeres, altera su vida cotidiana, implica traslados y reducción del gasto de los hogares. La minería a gran escala ha desarticulado economías locales, formas previas de reproducción social, que al orientarse hacia la presencia de las empresas y/o aparatos estatales terminan reforzando roles tradicionales de género, la división sexual del trabajo y se refuerza la infravaloración del trabajo del cuidado. El ocupar importantes extensiones de tierra, su privatización y la contaminación del agua y el aire genera una sobrecarga en el trabajo para las mujeres. Las dificultades para acceder a los bienes básicos para el sustento, así como la incompatibilidad existente entre actividades extractivas y de subsistencia conducen a la pérdida de autonomía económica de las mujeres (Vázquez, 2020a).
El sistema patriarcal resulta funcional a la extracción minera porque la subordinación femenina contribuye a la acumulación de capital. Las mujeres constituyen nuevas actoras sociales y fuerza de trabajo barato, en un mercado laboral masculinizado (Salazar y Rodríguez, 2015; Salazar, 2017). En este contexto de concentración de población masculina, por ejemplo, la prostitución tiende a crecer (Svampa, 2019). La masculinización del territorio “construye desigualdades y ubica a las mujeres en el ámbito doméstico (real y simbólico) y como objeto sexual” (Ulloa, 2016: 131).
La necesidad de analizar los efectos del extractivismo y principalmente de la minería, desde un enfoque de género es resultado de la relevante participación de las mujeres en los movimientos de defensa de la tierra y el territorio. Al mismo tiempo, la documentación de los impactos, muestra que la alteración de la vida de las mujeres y los hombres es diferenciada y adquiere connotaciones específicas. Algunas investigaciones plantean que los proyectos extractivos acrecientan las desigualdades de género, de clase y de etnia y hacen evidentes las asimetrías en la capacidad de las mujeres para tomar decisiones en torno a la tierra y el territorio (Salazar y Rodríguez, 2015; Vázquez, 2020a).
Los feminismos comunitarios de Abya Yala, decoloniales y del enfoque interseccional, aluden al género como una variable crítica que conforma el acceso y control a los bienes naturales y el territorio. Estos feminismos plantean su accionar inevitablemente ligado a la resistencia popular, campesina e indígena contra las políticas neoliberales y extractivistas, apuestan por caminos de reconocimiento, diálogo y construcción colectiva de conocimientos y de resistencias, la lucha por la despatriarcalización de sus comunidades y el reconocimiento como sujetas de derechos, por la soberanía y la autodeterminación. Desde este lugar, resignificar la comunidad, no sólo como un lugar naturalizado y ancestral, si no como un lugar de confluencia política y afectiva, la Pachamama o la Gaia como entes vivos que permiten el encuentro y la movilización; dejar de reducir los territorios a receptáculos ahístoricos de las políticas económicas y las crisis ambientales, es decir, al servicio del patriarcado y el capital (Vázquez, 2020a). •