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La maldición de Duverger
L

os partidos políticos tienden a crear oligarquías. Vieja como es esta hipótesis del politólogo Maurice Duverger –la escribió hace medio siglo–, la realidad partidaria viene probando su justeza.

Vista la realidad política de México y de Occidente en general, la de Duverger pareciera más bien una maldición. Prácticamente ningún partido ha escapado al fenómeno de la oligarquía en su dirección. Partidos que parecían prefigurar otra manera diferente de hacer política desde la dimensión partidaria, como el Partido de los Trabajadores de Brasil, Podemos de España o Morena de México, no mucho tiempo después de fundados enfrentaron una crisis. Dos causas fueron las que la produjeron: el dominio de sus oligarquías sobre sus bases y la distancia como organizaciones de los problemas reales de la población, según han reconocido sus líderes e ideólogos: Lula (PT), Juan Carlos Monedero (Podemos), Enrique Dussel (Morena).

Dussel ve que los partidos en México enfrentan una crisis debida a la falta de claridad ideológica, con lo cual coincide Monedero. Debida también, habría que agregar, a la reducción de simples tareas de máquinas electorales. Tareas que faltan a lo que Morena establece, por ejemplo, en las primeras dos líneas de su declaración de principios. Dice el texto: No hay nada más noble y más bello que preocuparse por los demás y hacer algo por ellos, por mínimo que sea. Contrario a ello, parte de su militancia y los que quieren invadirla en modo súbito se consumen en pugnas pragmatistas, rumores palaciegos y búsqueda de prebendas y canonjías.

Las causas sociales que el partido-movimiento proclama defender ocurren lejos de las preocupaciones y acciones de su militancia. En esto no difiere del resto de los partidos: nada hacen entre campaña y campaña electoral, y sólo esperan a que se presente la próxima para hacerse ver y así conseguir algún cargo o puesto. No siembran compromisos sociales, pero sí se aprontan a recoger votos, pues es esto lo único que cuenta. Así lo ha impuesto el INE y lo permite la actual legislación electoral. No sorprende, pues, que el aprendizaje del oportunismo mate cualquier otro tipo de aprendizaje.

La ausencia de debate en los partidos es el subrayado de todas esas distorsiones. De donde lo que vemos ahora: autoritarismo, prepotencia y maniobras oscuras de sus dirigentes, relajamiento ideológico, recepción de chapulineo, acarreo, cargada.

Con frecuencia se dice que los presidentes no están suficientemente informados sobre lo que ocurre en el mundo de la real politik. No es así, en México el Presidente es el individuo que mejor cumple con la sentencia de Francis Bacon: Saber es poder. Andrés Manuel López Obrador en mayor medida que otros. El Presidente de México ha dicho que la gente se da cuenta cuando los dirigentes son politiqueros y que tales individuos no son de izquierda. Así que él sabe que en Morena sus dirigentes caen en esa caracterización. Sabe que traicionan los principios de Morena y que sus alianzas básicas son con el sector más oportunista del PRI (hay grabaciones). También sabe el Presidente que en la coyuntura rumbo a las elecciones de 2024 se violentan los estatutos morenistas en relación con el amañado próximo congreso nacional de este partido. E igualmente, que en Morena, desde antes de surgir el movimiento crítico conocido como la Convención, no se han ambientado los métodos democráticos.

Una de las aberraciones más gruesas de la actual dirigencia de Morena es la de insultar a la militancia –en típica neolengua– decretando en su convocatoria que por asamblea se tendrá, a la hora de elegir nuevas autoridades, una simple hilera de votantes. Votas y te vas, ironizan numerosos militantes por las redes sociales.

Cuando López Obrador señala que si Morena se echa a perder o se corrompe, él renunciará a este partido y pedirá que se le quite el nombre floresmagonista con el que él lo dirigió hacia el triunfo en 2018. In pectore, acaso percibe que la condición ya se está cumpliendo.

Ante la crisis de Morena, su dirección no debió hacer otra cosa que la que elude a toda costa: convocar al debate, que supone el diálogo. La inteligencia señala que los consensos no se pueden construir sin atender los disensos. Escribiré algo que pareciera muy lejos del escenario en que actúan los partidos en México. Medio mundo ha escuchado hablar, por lo menos, de los Diálogos, de Platón, la obra fundacional de la filosofía en Occidente. Allí el genio de Sócrates inaugura la contradicción dialógica de la creatividad humana en búsqueda de respuestas sustantivas a su existencia.

Platón escribió su obra cuando prosperaban los demagogos y ya declinaba la democracia, el régimen fundado por Clístenes tras una ardua lucha con la aristocracia. Ese régimen se definía por la asamblea, el máximo orden de decisión en cada demos (circunscripción básica de la sociedad griega) y en el conjunto de la ciudad-Estado. La gran asamblea reunía hasta 6 mil parlamentarios.

El diálogo cobró así una instancia irrenunciable en la vida y en el pensamiento de las sociedades occidentales. Es lesivo observar que 2 mil 500 años después, la lección aún esté por ser aprendida.