Número 171 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
¡A COMER!
Cacao mexicano. La broma de Teo

El chocolate en México

Luciana Helguera La broma de teo

La industria alimentaria va más allá de cumplir con el supuesto básico de la soberanía alimenticia; alimentar y nutrir a la población. Sus preceptos tienen cada vez una tendencia más marcada hacia la devastación ambiental, el desgaste genético a partir de monocultivos y dietas que solo satisfacen, pero no nutren.

México, después de casi 500 años, vuelve a tomar fuerza en sus orígenes. Afianzando su dieta en alimentos que habían sido olvidados, llamándolos “malezas”, de manera que hemos vuelto a comer quelites, volvemos a comer y a pedir tortillas de maíz, quelites en las parcelas y platillos, chocolates con cacao, bebidas refrescantes a base de fermentos naturales.

Después de la pandemia nos dimos cuenta de que permitimos al enemigo poblar lentamente nuestro sistema, debilitándonos por dentro, como un boicot alimentario regulado y permitido por la ley. Pareciera entonces que lo que se ha venido haciendo en términos de alimentación está ¿bien? ¿Está bien que la producción industrial devaste genéticamente cultivos? ¿Está bien consumir lo que la industria nos ha regulado? Si sí, ¿por qué entonces estamos tan enfermos?

Nuestros estándares personales han decaído porque hemos confiado en “quien nos alimenta”. Sin embargo, quien nos alimenta ha abandonado desde hace mucho el cuidado del entorno, llevando campos enteros a la infertilidad, gracias al tipo de agricultura utilizada desde la mal llamada “agricultura verde”.

Ahora vayamos al tema que nos atañe: El chocolate en México.

Hasta hace muy poco tiempo, en términos generales, México había perdido casi por completo el gusto por el chocolate, y aunque tratar de sintetizar los hábitos de sus distintas regiones es complicado, sabemos que Tabasco, Chiapas y Oaxaca siguen preservando la tradición de tomar chocolate, mientras que el resto del país lo ha olvidado. Este México moderno y cosmopolita dejó de preguntarse por el chocolate mexicano, convenciéndonos de que lo que nos ofrecen en las cafeterías, en los restaurantes y en las tiendas de autoservicio es “chocolate”, y que además, es mexicano.

No pasa lo mismo ciertamente con otro grano que también es de gran estima en todo el país y el mundo: el café. Éste ha tomado un perfil de especialidad en los últimos años, haciendo que cada vez se abran más espacios donde el barista que atiende desnuda el grano que presenta en taza al consumidor, le informan del origen del grano, del tipo de tueste, del productor de la semilla, de la forma de comercio y producción que están teniendo en la parcela, le explica las notas que degustará en la taza ya servida, etc. Se ha vuelto un producto altamente rentable. Pero eso no pasa con el cacao. No sabemos de dónde viene el chocolate que estamos comiendo o tomando. No sabemos, por lo regular, si siquiera es cacao. Y es que por norma puede ser hasta 80 % cualquier otra cosa menos cacao, ya no se diga cacao mexicano. Entonces, con esos mínimos de exigencia ¿Podemos mantener las tradiciones vivas? ¿Podemos hablar de chocolate nacional?

Así es como por ley estamos acostumbrados a la calidad del chocolate mexicano. Sin embargo, este grano por si mismo, como especie vegetal, representa una cadena cultural, ambiental y ecológica con riqueza suficiente para cambiar paradigmas.

El cacao se domesticó en esta región geográfica del mundo, se vinculó con la cultura que lo desarrollaba en forma de moneda, Dios y alimento. Podemos seguir su ruta histórica saliendo del Soconusco y la Chontalpa, recorriéndola a través de bebidas tradicionales originarias de Tabasco, Chiapas, Oaxaca, Michoacán, Guerrero, Puebla y Tlaxcala hasta llegar a la Ciudad de México. Una antigua ruta Pochteca biológico/humana que forma parte de nuestra cultura inmaterial. Se bebe pozol, tascalate, téjate, agua de barranca, chocolate, chilate, se bebe chocoatole, se come mole, etc. La ruta llega hasta la frontera con el desierto en San Luis Potosí. Allí, por ejemplo, el frío potosino generó varías empresas locales de confitería de chocolate. Los viajeros del desierto recuerdan comprar esas barras gigantes de chocolate para aguantar los fríos de la noche.

Se nombra cacao, se siembra, se bebe, se come, se intercambia, se vuelve moneda, hay un Dios que lo representa. Y también se deja de nombrar, se deja de comer, se deja de beber, se deja de sembrar y entonces, nada representa. Así se pierde en el paladar mexicano una tradición, así se pierde por lo tanto en el campo un cultivo que genera selvas sostenibles.

Cambiamos dicha ruta por un habitual y barato sabor a chocolate. Este sabor ahora lo encontramos en todos lados y lo reconocemos. Aun permea nuestras tradiciones culinarias. Lo comemos como ingrediente en un mole industrial, lo bebemos acompañando la rosca de reyes. Pero, este ingrediente ¿es cacao? ¿es mexicano? No.

México importa casi un 80% de cacao para abastecer el consumo nacional. Las grandes marcas de chocolate con identidad mexicana no utilizaban hasta hace poco (hace menos de un año) cacao mexicano, importándolo en su mayoría de Sudamérica.

¿Cómo es posible entonces esta disociación? ¿Quiénes somos?

Ahora volvemos cientos de artesanos a interpretar el grano, a descifrar los sabores del cacao, por región, por técnica, por tipo de postcosecha. Porque los artesanos del cacao saben quién produce su cacao. Y no utilizan el 20% dictaminado por ley, si no el 60, 70, 80, 90 %. Entendiendo que cada grano, cada parcela, requiere sus tuestes específicos, horas específicas, máquinas específicas.Se vuelve desde dentro, lentamente, a activar la identidad, la creatividad de los artesanos que motivados por la falta de oferta laboral de cadenas industriales deshumanizantes han vuelto a los talleres. Allí se permite el error humano, se produce de manera artesanal y encontramos las sorpresas de la diferencia para individuos que como nosotros están cansados de lo idéntico, de lo producido en masa. Así se definen nuestros sabores, nuestras rutas; nos volvemos a nombrar, a saborear la diversidad que somos, habitamos y transformamos, en una autorregulación que descubre sus propios mecanismos de supervivencia para no morir; sino, evolucionar.

Todo esto para afirmar que la chocolatería mexicana volvió desde el campo agroecológico y organizado, con plantaciones sanas biodiversas, perfilando un movimiento que empuja al horizonte parejo y que germina desde la oscuridad como una hermosa planta de cacao. •

Molinillos. La broma de Teo