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Mar de Historias

Vamos cantando

C

uando perdí mi empleo y acepté sustituirte como cuidadora, me dijiste que si en algún momento sentía que mi trabajo me afectaba viniera a hablar contigo. No creí que fuera a necesitarlo: desde el principio he seguido tus consejos, ¿los recuerdas? Pórtate muy amable con doña Maty, pero trata de guardar tu distancia; interésate en sus asuntos, pero no te involucres mucho y, sobre todo, procura tranquilizarla cuando veas que se angustia. De eso no te preocupes, rara vez le sucede.

Siempre te agradeceré que me hayas dejado tu trabajo. Me pareció que iba a consistir sólo en vigilar a la señora en la casa, cerciorarme de que tomara sus medicinas y sus alimentos, ver que hiciera sus caminatas, dejarle todo preparado para el día siguiente y avisarle con anticipación siempre que necesitara llegar tarde. Asistir a una persona mayor es todo eso, pero exige algo mucho más importante: escucharla, esforzarse por entenderla aunque a veces diga cosas que resulten descabelladas.

II

En mis primeros días con doña Maty pensaba que a las seis de la tarde, cuando terminara mi turno, iba a quitarme la bata y a dejar junto con ella las experiencias del día para seguir mi vida de siempre, al lado de mi familia. Tardé un poquito en darme cuenta de que eso no es posible. Aun cuando ya no esté en su casa, me queda la sensación de que una parte de mí sigue allá o, visto de otro modo, que algo de doña Maty me acompaña. Suena raro, no sé cómo explicártelo, pero voy a intentarlo.

Cuando llego a mi casa y oigo la música con la que Julián se aturde a todas horas, o escucho a Pamela hablando por teléfono, o Miguel Ángel me sigue a la cocina y mientras preparo la cena me pide consejos o sugiere que el domingo vayamos a alguna parte, siento alegría, pero enseguida, y sin proponérmelo, imagino la quietud en el departamento de doña Maty; parece que la oigo hablándole al vacío mientras sostiene entre las manos el libro que nunca termina de leer o da vueltas por los cuartos. A partir de ese momento ya no puedo disfrutar de mi vida, o sí, pero con un sentimiento amargo del que no logro desprenderme.

III

Otra cosa que he notado en mí: desde que conozco a doña Maty y sé lo difícil que es su vida, me asusto de lo que pueda depararnos el futuro a Miguel Ángel y a mí cuando los hijos crezcan, se vayan de la casa, no les quede tiempo para nosotros y ya no podamos trabajar. Hay algo más que no sólo me inquieta, me entristece profundamente: darme cuenta de que es imposible que Miguel Ángel y yo muramos al mismo tiempo. Tarde o temprano uno de los dos quedará solo. Si permanece viudo, al cabo de los años, es muy probable que necesite de, por lo menos, alguien con quien hablar, a quien pedirle ayuda para hacer cosas tan sencillas como bañarse, subir una escalera, cambiar las cortinas, abotonarse el suéter.

Al imaginarme esa situación siento angustia y ganas de llorar. Entonces digo lo que mi madre nos decía a mis hermanas y a mí, para tranquilizarnos, cuando sufríamos alguna pérdida o pasábamos por un mal momento: Anímense muchachas, vamos cantando. Obedecíamos para que no siguiera mortificándose, pero dentro quedaba –hablo por mí– la misma tristeza, aunque sin lágrimas.

Sé que hago mal preocupándome así por el futuro. Para todos es un misterio y nadie puede saber qué sorpresas nos tiene reservadas. Creo que lo mejor será vivir al día, dejar el pasado en su sitio y sacarlo a la luz sólo de cuando en cuando, como hacemos con la ropa en desuso para que se ventile. Ya sabes que doña Maty es muy afecta a hacer ese tipo de comparaciones y ahora también yo. Por la convivencia resulta natural el contagio, pero de todos modos...

IV

Hace tiempo empecé a darme cuenta de que mi trabajo me afecta. Miguel Ángel también lo notó y me dijo que sería bueno empezar a buscarme otro empleo. Puede que tenga razón, pero no pienso hacerlo. Doña Maty se quedaría muy sola, aunque Amanda venga dos veces al año a visitarla y la llame los domingos. Además, me gusta mucho acompañarla, oírla cuando me platica de sus buenos tiempos y, conste, nunca lo hace con amargura. De verdad no sabes cuánto admiro su fortaleza para sobreponerse a la soledad y a sus limitaciones. Para ella caminar con ciertas dificultades o perder un poco el oído son cuotas que se pagan por vivir.

Maty se considera una persona muy afortunada porque en medio de todos sus achaques conserva sus facultades mentales. De eso precisamente quiero hablarte. Sucedió algo que me preocupa. Ayer, cuando dejé la bolsa del pan sobre la mesa, vi el recibo del teléfono. Por curiosidad lo revisé y descubrí una llamada a Salamanca, España. Le pregunté a Maty si ella la había hecho y me dijo que no, de seguro se trataba de una equivocación.

Pensé lo mismo, pero recordé que una vez ella me contó del viaje con su esposo a España y que en Salamanca habían ido a un restaurante para celebrar veinte años de matrimonio. Aquella, me dijo, había sido una noche muy feliz y tan alegre como un ramo de geranios. Me reí de una comparación que jamás se me habría ocurrido. Durante el día no volvimos a mencionar el asunto del recibo, pero cuando nos despedimos me fui intranquila y sin saber el motivo.

V

Por la mañana, en cuanto saludé a Maty, la noté nerviosa, preocupada. Por distraerla le dije que, como estaba menos frío, podríamos salir a caminar un buen rato. Cosa rara, no se entusiasmó. Aunque sé que le chocan los interrogatorios, como ella dice, le pregunté si sentía malestar. Se quedó mirándome y luego, temblorosa, me dijo que sí había hecho la llamada a Salamanca. ¿Tiene amigos allá? Sólo me explicó que se había comunicado al mismo restaurante donde había estado con su esposo para preguntar si tendrían una mesa para dos personas el 31 de diciembre.

Después, con la cara encendida, me preguntó si comprendía lo que empezaba a sucederle. Desde luego que sí, pero no se lo dije. Me limité a abrazarla y, para no llorar, repetí mentalmente la frase que me heredó mi madre: Muchachas, vamos cantando.