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Ciudad perdida

La disyuntiva del tricolor

D

urante las tres últimas décadas el PRI jugó, sin éxito, del lado de la derecha, sus resultados están a la vista de todos: cárcel, descrédito, pérdida de espacios. Tal vez el máximo perdedor de ese periodo, de manera particular, sea el PRI.

Hoy, a punto de la debacle total, una parte del PRI trata de sacudirse las sombras de su desgracia, para retomar el camino que lo convirtió en un organismo vector de la vida del país. La lucha interna entre las dos fracciones que subsisten en el organismo deberán marcar el futuro inmediato de ese partido.

La franja de actuación no es muy ancha: por un lado, quienes prefieren mantenerse como defensores del neoliberalismo que tiene postrado al partido, y por el otro, los que reivindican los postulados postrevolucionarios, y el pensamiento social demócrata, como salida emergente frente a la decadencia.

El Revolucionario Institucional que como tal reorganizó la vida política en México en 1946, logró conjugar los intereses de todos, cuando el caos reinaba en muchos de los rincones del país, e inyectó una especie de ADN propio, a quienes ejercen la política. Pese a los episodios que como la represión en 1968, o los años del echeverrismo, marcaron el inicio del divorcio entre la población y el tricolor, hay que advertir que hubieron casi cuatro décadas en las que el PRI mantuvo como prioridad de su quehacer a las mayorías.

José López Portillo advirtió alguna vez que él sería el último presidente de la Revolución, y con ello señalaba la ruptura, el fin de una etapa, y de cierta forma de entender el quehacer de la política. Muy poco después, Carlos Salinas se encargaría de degollar al PRI para crear el modelo tecnocrático, que lo llevó, de ser el partido de las mayorías, al organismo decadente que hoy sólo puede subsistir entre trampas y acuerdos de corrupción.

Salinas, en un ataque de odio, no hacia el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, quien lo había pintado como un delincuente electoral –por lo bajo–, sino en contra de la población del país con menos recursos, que le había negado su voto, desbocó su ira obligando a su partido a desaparecer, en su esencia los preceptos constitucionales cuyo valor hablaba de las luchas de la gente por conservar al México independiente y revolucionario.

De esa forma el 2 de noviembre de 1991, a tres años del inicio de su gobierno, ordenó reformar la Constitución para dar personalidad jurídica a las iglesias con lo que el artículo 130 cambió radicalmente, y por si quedaba alguna duda decidió matar el artículo 27 para darle al campesino la posibilidad de vender su ejido, es decir, las tierras que luego de la Revolución el Estado había confiado al campesino.

Hoy, desde la Presidencia de la República se pone en manos del mismo priísmo la posibilidad de reconciliarse con su propia historia para intentar la refundación que tantos militantes han querido, y por la que han luchado muchos años.

Deshacerse del panismo que se le pegó como sanguijuela desde aquella concesión del mismo Salinas para que gobernara la parte alta de la Baja California, y que sólo le ha dado malos resultados –en todo sentido–, ahora se hace posible.

Definirse respecto de la aprobación a la reforma eléctrica que el presidente López Obrador ha enviado al Congreso, ha puesto al PRI a caminar en el filo de la navaja, no hay lugar para las maniobras, prolongar la agonía o sobrevivir al mal de las tres décadas es la opción, pero sólo hay una oportunidad.

De pasadita

Todo nos habla hoy de que la situación en las calles de la ciudad no cambiará. Ningún alcalde ha abierto la boca para lanzarse en campaña contra los baches, y el deterioro es cada vez más peligroso, mientras el gobierno central se dedica a parchar las vías que le corresponden sin mucho éxito. No cabe duda que las delegaciones políticas dejaron de existir con ese nombre, pero siguen siendo lo mismo, aunque se llamen alcaldías.

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