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El poder oculto
L

a división de poderes, la existencia de un sistema de partidos políticos y el cambio periódico de autoridades se consideraron como el modelo más acabado de organización política que aseguraba la democracia; sobre todo en el mundo occidental.

No doblaba aún el siglo XX cuando se percibió que tal modelo no daba más y que debía fortalecerse con una fórmula que ampliara esas características de los gobiernos capitalistas. Algunas de ellas, como el desarrollo económico y social, que antes ya eran consideradas, requerían una relujada conceptual ante movimientos sociales de descontento registrados en diversas regiones. Así nace la idea del necesario equilibrio entre la gestión de la cosa pública y la sociedad civil (los ciudadanos rasos y los actores del mercado): la participación de ésta se ve como necesaria en el ámbito de las decisiones gubernamentales. Y de esa idea se derivan otras: empoderamiento ciudadano; gobierno abierto, plural, incluyente y dispuesto a la deliberación con los ciudadanos; observatorios ciudadanos, contralorías sociales y otras formas de vigilancia y corrección de la burocracia pública por la ciudadanía organizada. Con estas formas se supone que se consolida la descentralización, la autonomía y la sostenibilidad de ciertos recursos y organismos de interés público.

Con toda esa parafernalia conceptual se ha pretendido asegurar la transparencia, la rendición de cuentas y una respuesta más sensible a las necesidades y demandas de la población por los equipos tripulantes del hemisferio público del Estado. La categoría de gobernabilidad, uno de los componentes del modelo, se ha visto un tanto desplazada por la de gobernanza. En esta categoría se finca la apuesta al fortalecimiento de la democracia representativa y de la vida institucional.

La paradoja. Mientras el discurso de los políticos y las elaboraciones teóricas de académicos, filósofos y periodistas se han encargado de ampliar y socializar esos conceptos en las tres últimas décadas, el poder oculto se ha dedicado a sistematizar y profundizar la rapacidad, la simulación, el robo y la depredación.

En ese arco infame, el público se va enterando, a través de una información fragmentada, de que la mitad de la población mundial no podrá salir de la pobreza porque su gobierno dedica más de 50 (y hasta 80 y 100 por ciento) del PIB al pago de la deuda pública. Se entera de que uno por ciento de la población acapara más de 80 por ciento de la riqueza del planeta. Se entera de que de este porcentaje, un segmento evade un monto de impuestos mayor al que la ONU pretendió establecer en los vanos objetivos del milenio para reducir la pobreza extrema y el hambre en África, Asia, América Latina y el Caribe. Y de que una sola familia, la Walmart (extendió sus tiendas en nuestro país durante el sexenio de Salinas) agregó a su fortuna, en un solo año, la quinta parte de esa cifra: 25 mil millones de dólares. Se entera de que la globalización es la de una docena de países capitalistas de Europa, Es­tados Unidos y Canadá, más China, y que las empresas y bancos que representan a esa minoritaria parte del mundo sobrexplotan los recursos naturales y financieros del resto.

También se entera de que los capitales se relocalizan y crecen a costa de una mano de obra barata. Y que su crecimiento se potencia con la flexibilización del trabajo, giro que da por resultado la desaparición de derechos laborales mediante el outsourcing, la reducción o evaporación de las pensiones, el sindicalismo libre, la represión a la huelga, etcétera. Se entera de que los trabajadores, a pesar de que la riqueza producida alcanza cimas históricas, no encuentran empleo y tienden a emigrar por millones hacia los países ricos causantes directos de su pobreza. Se entera de que reyes, dictadores, sátrapas, presidentes y funcionarios menores son corrompidos por varias empresas (las congéneres de Odebrecht) y que el dinero robado por ellos va a dar a los países ricos o a los paraísos fiscales.

Se entera igualmente de que las grandes empresas trasnacionales, y algunas nacionales, tienen al planeta al borde del colapso por la explotación irracional e incontenible de sus recursos naturales, así como por la contaminación que esa explotación produce.

Y acaso llegue a enterarse de que el poder oculto, a nombre de la libre empresa, está detrás de todos esos fenómenos que entrañan la mayor desigualdad e injusticia que haya conocido el mundo en los últimos 100 años de su historia. No sólo, sino que la información que le llega –o no le llega– está controlada por las empresas periodísticas, de Internet y de las redes sociales; es decir, por el poder oculto.

Ese poder logró que los gobiernos modificaran las llamadas políticas públicas en favor suyo. Logró que una gran parte de la riqueza pública pasara a su dominio. Y que la ciudadanía más influyente, integrada por sus líderes, se apropiara de los comités, consejos y principales órganos ciudadanos que condicionan las líneas estratégicas de gobierno de la burocracia política.