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México contra los cinco
D

esde su campaña para la Presidencia, López Obrador advirtió que se oponía, por razones tanto éticas como legales, a someter a juicio a los cinco gobernantes vivos del ciclo neoliberal: Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña. Pero el clamor popular en favor del juicio era aplastante –según encuestas, entre 80 y 90 por ciento de la ciudadanía estaba y está en favor de la idea– y corría parejo al proceso que a la postre colocó al candidato de Morena en Palacio Nacional, de modo que el hoy mandatario encontró una salida: someter a consulta popular si se debe procesar penalmente a ese quinteto por los monumentales perjuicios humanos, económicos, políticos y geopolíticos que causaron a México en sus respectivos sexenios.

Más allá de la discusión en torno al perdón, la venganza y la justicia, AMLO tenía claro que el blindaje legal creado por el ciclo neoliberal habría de resultar casi imposible de romper. Y tenía razón: en cuatro décadas, el régimen oligárquico creó instituciones que garantizaran su permanencia, alteró a su antojo la Constitución y las leyes (desde la infame reforma al 27 constitucional del salinismo hasta el último tramo de reformas estructurales perpetrado por Peña con la complicidad de PAN y PRD), designó magistrados y fiscales inamovibles, manipuló expedientes y archivos, y en los últimos cinco meses del peñato tuvo tiempo de sobra para fundir con sobrecargas de trabajo muchas trituradoras de documentos.

El propósito de hacer justicia por las atrocidades y raterías de los cinco conllevaba además riesgos políticos insoslayables: en caso de que se lograra sortear las murallas legales y administrativas, sería extremadamente difícil probar en tribunales las responsabilidades concretas de Salinas en la demolición de la propiedad pública para transferírsela a un puñado de logreros; de Zedillo, en el robo astronómico que fue el Fobaproa y en las masacres campesinas perpetradas en su sexenio; de Fox, en sus transas familiares, su protagonismo en el fraude de 2006 y la represión en Atenco; de Calderón, en el baño de sangre en el que hundió a México, y de Peña, en su desaforada corrupción y la atrocidad de Ayotzinapa. Los procesos, por su inevitable espectacularidad, serían además distractores de la transformación urgente y prioritaria del país y un importante factor de desgaste; para colmo, de no lograrse sentencias de culpabilidad, ello podría generar desaliento y sospechas de encubrimiento y complicidad.

El panorama adverso ha variado desde diciembre de 2018 a la fecha, pues en ese lapso han salido a la luz nuevos y graves indicios de las responsabilidades de los cinco; por ejemplo, el juicio en Estados Unidos contra Genaro García Luna, indicativo de que durante seis años Calderón tuvo a un narco dirigiendo su guerra contra el narcotráfico, o las revelaciones inculpatorias surgidas en el proceso contra Lozoya Austin. Así, la probabilidad de encontrarlos culpables se ha robustecido en estos dos años y medio.

Sin embargo, las peticiones que llegaron al Congreso para iniciar el proceso de consulta popular que decidiera el asunto de los juicios fueron edulcoradas desde un inicio a fin de que resultaran aceptables para la Suprema Corte; luego, las normas vigentes de la consulta popular –heredadas también por el neoliberalismo corrupto– hacen casi imposible esta práctica democrática: el próximo 1º de agosto se necesitarán más de 37 millones de sufragios –7 millones más de los que obtuvo López Obrador en 2018– para darle una suerte de poder vinculante a la consulta. Para colmo, los capitostes que detentan el control efectivo del INE, claramente renuentes a permitir un ejercicio de democracia participativa, se pusieron rejegos desde un inicio y sacaron a relucir su legendario apetito presupuestal con el pretexto de la consulta.

Informar, comprometer y movilizar en mes y medio a la ciudadanía para que acuda masivamente a los pocos puestos de votación que el INE instalará a regañadientes podría parecer una proeza imposible de lograr, pero es obligado intentarlo y conseguirlo. Es necesario conducir el masivo anhelo de justicia a una expresión concreta: un papel con el que los ciudadanos dirán si están de acuerdo en esclarecer las decisiones presidenciales que en 30 años multiplicaron la pobreza, la marginación y la desigualdad, liquidaron la soberanía, pusieron buena parte de la riqueza nacional en manos de un puñado de favoritos, causaron destrucción, dolor y muerte entre la población y llevaron la degradación institucional a una sima sin precedentes.

Juicios o no, si esta hazaña se logra y se consigue la prueba inapelable de que México repudia el neoliberalismo corrupto, los promotores de una restauración oligárquica recibirán un golpe del que no podrán reponerse en mucho tiempo.

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