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Aprender a morir

Hans Kung, dignidad

M

ás lamentable que el reciente fallecimiento del agudo pensador suizo Hans Kung (1928-2021) ha sido la pobre difusión mediática de su partida física y la mezquina reflexión en torno a su rica contribución a nutrir el pensamiento convencional, creyente o no, en torno al derecho a morir con dignidad, por propia mano o con ayuda, esa libre opción de la que aún no logran convencerse los seres humanos en situaciones límite, sea por obediencia, temor o ignorancia.

Tras publicar en 1997 Morir con dignidad, Kung vio traducida en 2016 su obra Una muerte feliz, ambos en editorial Trotta, tan breves como sustanciosas y en las que el hombre, con rigor intelectual y ético y una vocación de servicio que apenas demuestran la mayoría de los metidos a teólogos y guías de descarriados –escoja religión–, no se diga los servidores públicos, ideólogos y, por estas fechas, candidatos –escoja partido–, insiste en el hecho de que la responsabilidad individual de cada persona es ineludible tanto ante su vida como ante su muerte, que es parte inseparable de aquella y no su opuesto.

Con su generoso alegato, iniciado hace tres décadas, Kung pretendía iniciar el cada vez más urgente cambio de mentalidad en una zona de conocimiento que para la mayoría sigue siendo existencialmente angustiosa: ¿qué hago con la intransferible proximidad de mi muerte, además de aumentar las utilidades de las industrias de la salud y de los auxilios espirituales y el deterioro de la calidad de vida de mi familia? Este cuestionamiento de elemental sentido común ha encontrado una férrea oposición de las autoridades civiles, religiosas, académicas y mediáticas, que mal intentan debatir sin antes haberse sacudido añejas posturas fundamentalistas, autoritarias y especializadas, sobre todo en atentar contra la libertad, autonomía y dignidad de las personas.

Si todos morimos –conscientes o no, vacunados o no–, ¿cuántos tienen la opción de decidir personalmente cómo morir en condiciones naturales? Pertenecemos a un planeta de muertes indignas, la inmensa mayoría no por voluntad propia, sino por decisión de otros, precisamente porque les son impuestas vidas indignas, así se viva en países más o menos avanzados y con acceso a hospitales de lujo. El problema sigue residiendo en la toma de conciencia ante el derecho a una muerte digna. Ya volveremos sobre las desoídas pero vigentes aportaciones de Kung.