Opinión
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El pollo escéptico
H

abría que tener en cuenta la frase de Tomás de Aquino: la opinión es un acto del intelecto inclinado hacia una alternativa mientras que respeta la otra. Es prima hermana de la duda y de la deliberación y, por ello, no es ni definitiva ni inmutable. Pero tiene que ver con creer, con op-tar, con elegir entre alternativas, sopesando con nuestro juicio qué es verdadero hasta que no se demuestre lo contrario. Pero, en estos días, parece que hay un miedo a que tengamos opciones. En un texto publicado hace unos días en Harper’s, el cineasta Martin Scorsese hace una diferencia entre recomendar una película basados en la generosidad de compartir algo que consideramos clave para nuestra educación sentimental, y el algoritmo de las computadoras que eligen por ti. Nacido del entusiasmo por el libre mercado y sus opciones, Internet se convirtió en su envés: al seleccionar lo que cree que nos gusta, nos encierra en una subjetividad que ni sabíamos que teníamos. Desaparece la libertad de elegir y, con ella, la de expandir nuestros actos de intelecto y, también, de deseo.

Para el debate público, la forma en que la red se ha convertido en una minera que extrae pedazos de nuestras subjetividades, resulta en un debilitamiento de la posibilidad de deliberar. Cuando la Ilustración creó a la opinión pública, se refería justo a la interacción entre ciudadanos sobre un tema tratando de encontrar un criterio para decidirlo. Era pública porque se daba en las conversaciones en cafés, donde se discutía de todo: qué era bueno para leer o ver y qué era bueno para la nación. No eran los periódicos o los pasquines –la opinión pública no son los medios de comunicación– sino la conversación la que iba formando un consenso, un juicio estético, político y moral. Lo que precipitó la revolución francesa fue ese conocimiento basado en la experiencia propia que, de pronto, era compartida por miles. Hoy, la radicalización de las opiniones –el cierre de la opinión– tiene que ver con que las jaulas del algoritmo de las corporaciones que piensan que todo es consumo, o con la televisión que cree que la deliberación debe ser un espectáculo colérico.

Creo que los medios de comunicación no han entendido a la opinión pública en estos dos años de la Cuarta Transformación (4T). Han reaccionado como lo hicieron los clérigos en la confrontación entre católicos y protestantes de las guerras de religión. Por un lado, como hizo la Iglesia católica, le niegan a los no versados en la teología la capacidad de creer y demeritan sus opiniones como engañadas, manipuladas, emocionales. Fue el catolicismo cerrado y defensivo el que inventó a la Santa Inquisición: sólo la obediencia a la autoridad eclesial era un signo de creencia legítima. Como los feligreses eran ignorantes, iletrados y supersticiosos, no podían conocer ni tener una opinión salvo la que les daban los sacerdotes. Por eso, parafraseando a Ignacio de Loyola, si yo veo blanco, pero la Iglesia dice que es negro, yo acepto la negrura de la autoridad. Esa idea de que la opinión iluminada baja desde lo alto a la sociedad bárbara está en el fondo de muchos columnistas –que detentan para sí la representación de la opinión pública– que no siguen a Tomás de Aquino y confunden opinión con verdad, duda justificada con suspicacia difusa. Encapsulados en el algoritmo de la nula pluralidad –todos están en contra de la 4T–, creen que su desacuerdo con el Presidente es un signo de verdad, y debiera ser tomado como obediencia a la autoridad del experto. Su desdén a los ciudadanos y sus juicios es casi tan agudo como su inmodestia y petulancia a la hora de proponer que las autoridades no representen a los ciudadanos, sino que los civilicen. Esos mismos usurpadores de la opinión pública han intentado silenciar al Presidente en las mañaneras como una forma de acallar el juicio del consenso que existe en la calle a su favor. Se descarta la opinión pública como llena de rencores, más emocional que juiciosa y, por ende, excluida del debate. Tanto decir que la democracia electoral era la gran solución, para acabar diciendo que los votantes no saben pensar ni elegir. Como en el caso de los algoritmos y los que eligen por ti, en los medios tradicionales de comunicación simplemente se estrechó la pluralidad. Ambos provienen de un régimen confesional que le otorgó a los menos el poder de decir sin réplica, la conversación de una sola boca, contraria al espíritu del debate público, que es la exclusión de la exclusividad.

A diferencia de los tiempos de la Ilustración, ahora se opina para que el otro te dé la razón, no para construir una deliberación con criterios compartidos y poder llegar a un juicio válido. El consenso entonces era, no sobre el contenido de las disputas, sino sobre el espacio público creado para expresarlas y debatirlas. Al no permitir que se exprese la opinión pública en los medios, se rompe ese consenso y llegamos a lo que tenemos hoy: ya no se usan argumentos, sino memes. La parte que designa el todo, el fragmento sin contexto usado para descalificar todo un proceso, el engaño y la media verdad para sostener una crítica. Eso provoca la indignación y la defensa a ultranza con lo que se pierde la idea del debate público que no era ganar a toda costa y humillar al contrincante, sino abrirnos a los actos de intelecto, pero también a la intuición, lo imaginario y lo posible, que es lo que permitió la revolución francesa: la voluntaria suspensión de la incredulidad.

Esto último, la incredulidad ante lo que estamos viviendo como sociedad, ha sido remachado por los medios tradicionales: todos son iguales en su ruindad, la política es sucia, la democracia es el gobierno del error, no es pensable una transformación. Más vale decir se los dije a tratar de participar del momento colectivo. Por lo menos tendré la razón de mi propio pesimismo. El título de este artículo proviene de la sátira a esa cerrazón de la mente. El pollo escéptico fue una ficción que inventó Richard Holt Hutton durante los debates de la Sociedad Metafísica en Londres. Entre 1869 y 1880 éste fue el espacio para discutir las creencias, desde las religiosas hasta las científicas, y es célebre por haber dado origen al término agnóstico. Pero el pollo en cuestión nació de la idea de que no sólo los hechos y los datos podían ser fuente de las convicciones, sino también la intuición, la esperanza y lo imaginario. Se resume en que si el pollo sólo atiende a los datos con los que cuenta, jamás rompería el cascarón para salir. Ahora diríamos que el algoritmo mató al pollo.