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Colombia: honrar los compromisos de Estado
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a plataforma civil Misión de Observación Electoral denunció que 280 activistas han sido asesinados durante 2020 en Colombia, y sólo en los primeros 10 meses del año se cometieron 411 actos de violencia en contra de líderes políticos, sociales y comunales. De acuerdo con la red de organizaciones, los ataques contra dirigentes políticos buscan controlar a los gobiernos locales, y con ello a sus vecinos, mientras que los perpetrados contra representantes sociales comienzan con apropiaciones territoriales y buscan silenciar las voces como primera opción. Esta intención se manifiesta en el hecho de que 63.5 por ciento de las agresiones contra líderes sociales resultan letales.

Los asesinatos de defensores de los derechos humanos y el territorio forman parte desde hace mucho de una macabra cotidianidad en esta nación caribeña, y en los últimos meses se han disparado a niveles más alarmantes. El miércoles, hombres armados secuestraron a Miguel Tapí Rito, gobernador indígena de la comunidad El Brazo, y lo degollaron en un terreno cercano. El Instituto de Investigaciones para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) sostiene que no se trata de un caso aislado, sino que representa un modus operandi que se repite cada semana en distintos puntos del país. Un día después, sicarios a bordo de una motocicleta asesinaron a tiros a Javier Francisco Parra Cubillos, coordinador regional de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Área de Manejo Especial de La Macarena, en el departamento del Meta.

En conjunto, las agresiones contra activistas reflejan la persistencia de un Estado conformado por y para las oligarquías, cuyos integrantes tienen nexos orgánicos con los latifundistas que históricamente han despojado de sus territorios a indígenas y pequeños campesinos, hasta hacer de Colombia la tercera nación con mayor concentración de la tierra en América Latina, con 96 por ciento de las tierras productivas en manos de grandes propietarios. Asimismo, son la muestra más trágica del empeño del presidente Iván Duque –pupilo político del genocida ex mandatario Álvaro Uribe– en ignorar y sabotear el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, que en 2016 puso fin al conflicto armado más longevo del continente. La tolerancia rayana en la complicidad del gobierno de Duque con los grupos paramilitares de la ultraderecha ha llevado a que hasta principios del pasado noviembre hayan sido asesinados 236 ex integrantes desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), lo cual no sólo es atroz en sí mismo, sino que disuade a los grupos guerrilleros restantes de transitar el camino hacia la paz.

Un tercer vector de los atropellos se halla en los poderosos intereses extractivistas, especialmente en los del sector minero. Como advirtieron voces ambientalistas desde antes de la firma del acuerdo de paz, en ausencia de una voluntad política real para cumplir con los compromisos signados por el Estado, el vacío que dejó la desmovilización de las FARC no fue colmado con un resurgimiento comunitario y el regreso de los desplazados a sus territorios, sino con la renovada voracidad de las compañías que lucran con la destrucción de los territorios y el medio ambiente.

Para salir de esta espiral de violencia, la sociedad colombiana deberá exigir al gobierno de Duque que honre las obligaciones adquiridas por el Estado en el Acuerdo Final, cuyo texto parte de un enfoque de género, diferencial y territorial para garantizar el acceso a derechos en los territorios, inclusión social, fortalecimiento de la institucionalidad, ampliación y fortalecimiento de la democracia, eliminación de las brechas entre el campo y la ciudad, así como reparación a las víctimas.