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Nosotros ya no somos los mismos

El coronavirus y las agresiones a la naturaleza

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▲ Mientras la CDMX se encuentra en semáforo naranja con alerta al límite del rojo, Claudia Sheinbaum prevé más medidas esta semana.Foto Guillermo Sologuren
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ace algunas semanas la columneta dio inicio con un recuerdo/homenaje al siempre presente en ésta, su voluntaria segunda patria, adoptiva (y adoptable), al originalmente hondureño Tito Monterroso, de quien, por diezmillonésima vez, citamos su brevísima joya considerada como el cuento más breve escrito en nuestra lengua: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Rememorando su genio y humor y, por supuesto, con la dolencia que a todos, en la actualidad, nos agüita, la columneta se atrevió a imitar (aunque fuese tan simplonamente) al maestro Monterroso: Cuando se durmió, el coronavirus aún no llegaba.

Y es que sinceramente pienso que el SARS-CoV-2 no brota por generación espontánea, no es castigo del Supremo Hacedor quien, envuelto en divina cólera, al reconocer sus errores en la manufactura de los seres que habiendo creado a su imagen y semejanza continúan empeñados, generación tras generación, en destruir la obra que, a Él solito, le había costado crear en una semanita de empeño celestial, y tomó la decisión de darnos otra llamadita de atención. Ya no con lluvias durante 40 días y 40 noches (Génesis 7: 11-12) ni tampoco con fuego y azufre (allí sí que no había ajuste presupuestal) caídos del cielo. ¿Inundaciones e incendios inexplicables? ¿Bours y Bartlett se llevarían los créditos?

Tampoco creo que este virus sea una fallida arma biológica de los chinos que se equivocaron en sus cálculos y se les volteó el chirrión por el palito. Posibilidad muy remota porque, con la vista periférica que tienen, a ellos no se les escapa detalle. No, yo estoy convencido de que el coronavirus llegó a nosotros, la especie humana, en razón de tantos años, siglos, de agresiones criminales cometidas contra la naturaleza (superficie y terrestre y entrañas del planeta), el agua de los océanos, los mares, los ríos, los arroyuelos, las norias, los pozos. El aire que nos preserva la vida a nosotros, a la fauna y la flora. El espacio exterior (exterior, ¿de qué?). No sé si esta enumeración desesperada es apropiada, excesiva, repetitiva o, peor aún, deficiente, pero sí sé que expresa la angustia de un simple terrícola, por el harakiri involuntario y estúpido al que nos encaminamos, como los inocentes e hipnotizados niños de Hamelín, ciudad alemana a las orillas del río Weser, en la que un mago hundió en el río a los niños de la localidad cuando autoridades y padres no le cumplieron el compromiso de la paga por librarlos de una plaga de roedores que asolaba esa comunidad. Así nosotros, seducidos, alienados, obsesos, con la infame convicción de que algunos, los mejores, por supuesto, podrían, a costa de los semejantes, ser los reyes de la creación y continuar viviendo, desde ya, el fementido paraíso de otra vida en la que seguirían siendo los propietarios y no tan sólo los ilegítimos, precarios poseedores, que en estos tiempos lo han sido. Por todo esto no les resulte extraño que siga con mis reiterativas referencias a la pandemia Covid y sus consecuencias inmediatas, pese a que me retuerzo de ganas de comentar tanto la estrategia Trump como las de un excepcional político mexicano de nuestros días, quien dirigió este país sin votos ni juramento alguno durante un sexenio.

Por ahora, solamente contesto un reclamo muy razonable: ¡Críptico! ¡Críptico! Me gritó Gonzalo González en su comunicación del lunes pasado. Reconozco que me asusté. Pensé que se trataba de una enfermedad, por penosa, ocultable. Afortunadamente era una muy justificada exigencia: ¿por qué el ex presidente Trump, en una clínica siquiátrica en la que estaba recluido después del 20 de enero, pronunciaba reiteradamente: Jefferson, Jefferson/ Burs/ Burs. ¿Qué significaba esa obsesiva repetición? Pues algo singularmente importante para la elección presidencial en EU en 2024. Hablaremos de ello más tarde porque tiempo tenemos luego, pero no hoy.

Mejor, simplemente, adelantemos un símil que se me vino a la mente, entre el coronavirus y unas representaciones del señor Luzbel conocidas como súcubos e íncubos, demonios que deterioran, destruyen, en unos cuantos días, las funciones primarias de la vida: los sentidos del gusto, el olfato y, al final, la imprescindible necesidad de respirar. Desgraciadamente para hablar de este tema tenemos meses, tiempo que no deseamos. Hoy, cada día, hay seres humanos que no despiertan, dolorosamente el coronavirus sigue allí.

Twitter: @ortiztejeda