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Ser por quien doblan las campanas
E

n cierto modo, nadie comprende mejor la enfermedad que el enfermo mismo, por ignorante o supersticioso que sea. El médico la estudia, describe, explica y, si corre con suerte, la cura. Pero sólo el enfermo la sabe. De ahí el valor particular de las reflexiones de enfermedad de Susan Sontag, las observaciones detalladas de Marcel Proust, la desintoxicación de William S. Burroughs, la hondura y empatía del médico enfermo Anton Chéjov. El deslumbrante poeta John Donne (1572-1631), algo más que surtidor de citas inmortales vueltas lugar común (Ningún hombre es una isla, ¿Por quién doblan las campanas?, La vejez es una enfermedad, la juventud una trampa) escribió su propio diario del padecimiento en auténtica carne propia, no novelada, como Daniel Defoe en un lejano año de peste.

Devociones sobre ocasiones de emergencia y las varias etapas de mi enfermedad es la intensa reconstrucción metafórica de un padecimiento infeccioso, quizá tifus, que lo aquejó a los 52 años y le puso un pie en la tumba. El libro recorre en 23 estancias el progreso de la afección hasta su frágil recuperación y la instauración del miedo a la recaída. Son constantes sus referencias a campanas y médicos. Los repiques le recuerdan que podrían ser por él, aunque de momento sean por alguien más que no salió de la epidemia. Los médicos aparecen como sabios o enemigos, poderosos e impotentes, juegan a Dios y acaban como pobres diablos cuando la enfermedad se impone.

Poeta sensual y religioso, casi dos personas en una, creció como recalcitrante católico en una Inglaterra reformada, hasta que cambió de Iglesia y devino clérigo de relevancia. Su libro Canciones y sonetos contiene algunos de los poemas amorosos más hermosos y carnales que se han escrito (como The Good-Morrow o Air and Angels). El estudioso y traductor Maurice Molho afirma que Donne añadió una cuarta dimensión al espacio: el Amor, donde el cuerpo es el libro en el que se leen sus misterios (Maurice y Blanca Molho, Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII, Barral Editores, 1970). En ningún momento, subraya Molho, se menciona a Dios en estos poemas. En Poemas divinos, otro Donne se interna en la contemplación devota y se aturde con preguntas esenciales.

El malvado doctor Samuel Johnson llamaría metafísicos a Donne y sus pares (Andrew Marvell, George Herbert, Henry Vaughan), burlándose de su densidad conceptual. Así, acuñó la etiqueta por la que se les conoce y admira.

En sintonía evidente con los actuales tiempos de pandemia se reditó en castellano Meditaciones en tiempos de crisis (Ariel, 2020), que reúne sólo las 23 Meditaciones, dejando fuera las correspondientes Disquisiciones y Oraciones del libro original de Devociones citado arriba. Hay que ponderar a Donne (contemplador experto de la contundencia sexual del cuerpo y la huidiza idea del alma) confinado, postrado y doliente, padeciendo sus síntomas y el desfile de médicos, el aislamiento del apestado y el sonar de las campanas, que compara con el metal de la artillería. Más fatalista que nunca, religioso pero no místico, pues está enojado con Dios y con la Naturaleza, enhebra inquisiciones y disquisiciones tan extravagantes y provocadoras como las que llamaron la atención de Borges acerca del suicidio de Cristo. A continuación se citan algunas líneas ejemplares de las Meditaciones, en versión de Asunción Cuesta:

Los mayores males son los menos visibles.

Doblan las campanas; han cambiado de ritmo, antes se oían a un ritmo débil e intermitente, ahora a un ritmo más fuerte.

Una enfermedad que toda nuestra diligencia no ha podido prevenir, que toda nuestra curiosidad no ha podido contemplar, esto es, que no merecemos a causa de nuestros desmanes, nos convoca, nos atrapa, se apodera de nosotros y nos destruye en un momento.

Una enfermedad es el desorden, la discordia, la irregularidad, la conmoción y la rebelión del cuerpo.

“Un lecho de enfermo es un modelo de tumba, y todo lo que el paciente dice allí no es más que una variación de su epitafio… Aquí la cabeza está tan abajo como los pies.”

Al igual que la enfermedad es la mayor miseria, la mayor miseria de la enfermedad es la soledad.

Observo al médico con la misma diligencia que él observa la enfermedad; veo que se asusta y yo me asusto con él; lo supero y lo rebaso en su temor, y cuanto más disimula su miedo, más miedo tengo yo, y cuando menos quiere que lo vea, más nítidamente lo veo yo.

Sobre la recuperación: “Soy más propenso a caerme al suelo ahora que estoy de pie que cuando estaba tumbado… estoy más preparado para hundirme más a fondo que antes”.

Una larga enfermedad al final cansa a los amigos, pero una enfermedad pestilenciosa los ahuyenta desde el principio.

En Donne, la ironía es también un humanismo con moraleja: Considerando el peligro de otro, logro contemplar el mío.