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Pandemia y deuda: nuevo paradigma
D

esde que existen los servicios financieros, los intereses cobrados por los prestamistas a los solicitantes de crédito se han concebido como la compensación –justa o usuraria– que los primeros reciben a cambio de arriesgar sus capitales en los emprendimientos o los gastos corrientes de los deudores, sin certeza de que éstos sean capaces de cubrir las obligaciones adquiridas. Así, la historia acumula ejemplos de prestamistas privados o entidades bancarias que se fueron a la quiebra o perdieron partes significativas de sus fortunas por extender créditos que a la postre resultaron incobrables.

Sin embargo, con la implantación del modelo neoliberal, el sentido de los intereses se pervirtió y se convirtió en una recompensa a cambio de nada. En efecto, desde que las legislaciones nacionales e internacionales se modificaron para dar primacía absoluta al capital financiero y al pequeño sector de los inversionistas por encima de las mayorías sociales, los grandes acreedores dejaron de hacerse responsables por el resultado de sus inversiones, y los costos de sus errores de apreciación o de su franca imprudencia fueron trasladados al conjunto de la sociedad mediante los denominados rescates. Ejemplos de esta lógica perversa se encuentran en todas las latitudes, pero en el caso mexicano resulta indeleble el recuerdo del más grande desfalco perpetrado contra la nación en la historia contemporánea: el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), eufemismo con que el gobierno de Ernesto Zedillo bautizó a la transferencia masiva y permanente de dinero público a la oligarquía nacional y extranjera.

En la génesis de dicho fraude se encuentra la reprivatización de la banca realizada por Carlos Salinas de Gortari, quien entregó las entidades financieras a allegados con poca o nula experiencia y aún menos escrúpulos. El manejo irresponsable de la función de intermediación que llevaron a cabo estos nuevos dueños se transformó en el colapso del sistema bancario nacional cuando la crisis económica que estalló en 1995 disparó los niveles de morosidad. Ante la disyuntiva de ayudar a un puñado de magnates o a millones de mexicanos, el gobierno federal dejó en el desamparo a los segundos y convirtió en deuda pública los pasivos de los primeros.

Con estos antecedentes, resulta alentador que el gobierno actual tome acciones sensiblemente distintas de cara a la insolvencia, o la amenaza de ella, que ha traído consigo la pandemia de Covid-19. Así lo muestra el programa de restructura de créditos anunciado ayer por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores: en vez de entregar fondos públicos a los bancos, se ha trabajado con ellos para ofrecer un alivio temporal a los deudores que han visto mermados sus ingresos durante la emergencia sanitaria. Entre otras medidas, el plan contempla reducir en al menos 25 por ciento el pago de las mensualidades y ampliar 50 por ciento el plazo de liquidación de las deudas contraídas con los bancos, previa evaluación de la capacidad de pago de quienes soliciten estos beneficios.

Está claro que estos paliativos no resuelven la situación de las personas y las pequeñas empresas cuyos ingresos se desplomaron con la llegada de la pandemia y de las consecuentes medidas de distanciamiento social, pero supone un paso en la dirección contraria el que se piense primero en las mayorías y no en quienes ya disfrutan de una posición enormemente privilegiada.