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Vox Libris
Las águilas de Tenochtitlán
Periódico La Jornada
Domingo 20 de septiembre de 2020, p. a12

La novela histórica Las águilas de Tenochtitlán, del diseñador gráfico y mercadólogo Enrique Ortiz García, publicada por Grijalbo, narra la vida de un guerrero mexica en una época prehispánica ambientada con máximo rigor y en medio de una trama llena de conspiraciones y mortales batallas. Ortiz se estrena así como escritor. Además, mediante su cuenta de Twitter @Cuauhtemoc_1521 difunde la historia mesoamericana con respaldo en autores de todas las épocas, visitas guiadas y conferencias. Con permiso de la editorial, ofrecemos un fragmento del primer capítulo.

Día 7 calli, de la veintena Tepeíhuitl del año 8 acatl

30 de octubre de 1487 dC

Su hijo tendrá el honor de morir ofrendado a los dioses o el deshonor de volverse un esclavo.Esas fueron las palabras que el tonalpouhque o adivinador de los destinos le dijo a mi madre en privado el día de mi nacimiento en el seno de una familia plebeya que había prosperado a través de los logros militares de mi abuelo y mi padre, dos guerreros tenochcas.

Mi madre, Matlalxóchitl, constantemente me recordaba que ese día una inmensa garza blanca se posó sobre un pilote sumergido en el agua del lago, justo frente a la entrada de nuestro no tan modesto hogar en el corazón del calpulli de Tlalcocomulco, donde el camino serpentea, en la periferia de la gran isla de Mexihco Tenochtitlán. La presencia de la majestuosa ave esa fría mañana neblinosa infestada de mosquitos confirmaba las palabras del sabio, ya que entre mi pueblo la garza representa la pureza y el valor de los guerreros siempre dispuestos a salir victoriosos de la batalla para ganar el favor de los dioses. Todo eso sucedió hace dieciocho inviernos, el día 1 ocelote de la trecena 1 ocelote del tonalpohualli, el calendario ritual de mi pueblo, durante la veintena Tóxcatl, festejada en honor a nuestro señor impalpable: Tezcatlipoca.

El viejo tonalpouhque llegó momentos después de mi nacimiento y de inmediato empezó a consultar su libro de los destinos, el tonalámatl, sentado sobre el piso de tierra apisonada de mi casa. Se trataba de un hombre de avanzada edad que caminaba encorvado, con una desgastada tilma negra repleta de fechas calendáricas bordadas. Su largo cabello blanco caía sobre sus hombros. Profundos surcos atravesaban su rostro, evidencia de los muchos años que cargaba sobre su espalda. Unos cactli o sandalias de fibra de ixtle, un morral tejido y una calabaza seca pintada de rojo, posiblemente rellena de hongos o tabaco, completaban su vestimenta. Luego de extender las tiras de papel amate en el piso y tirar sobre ellas pequeñas falanges humanas, semillas y algunos guijarros, pudo descifrar y confirmar mi destino. Matlalxóchitl supo de la boca del sabio qué le depararía la vida a su hijo recién nacido. El viejo salió de inmediato de la habitación con una sonaja en la mano para agradecer a los cuatro puntos cardinales y darle la noticia a toda la familia.

–Un jade precioso acaba de nacer bajo su mirada atenta. ¡Oh, reverenciado Tloque Nahuaque! Así como el algodón se rasga y el jade se quiebra, esta plumita preciosa morirá en batalla o en el altar de sacrificios de una nación enemiga para complacerlo a usted y a los señores del sol. Ese es el destino del pequeño que de ahora en adelante llevará el nombre de Ce Océlotl, Uno ocelote– exclamó el tonalpouhque con las manos levantadas hacia Tonatiuh, el sol, al tiempo que aparecía mi madre entre los dos dinteles de la puerta. Me llevaba en sus brazos mientras su hermana la sujetaba de la espalda para que no fuera a tropezar.

El júbilo se encendió entre los miembros de la familia y del barrio, quienes esperaban pacientemente el dictamen del sabio. Mi hermano Yei Ozomatli, de diecisiete años, fruto del primer matrimonio de mi padre, dio un grito de júbilo, como lo hacen los guerreros antes de entrar en batalla. Mi hermanita Chiconahui Malinalli, de cinco años, corrió por el patio y la milpa, seguida de nuestro perro xoloitzcuintli llamado Etl o Frijol, repitiendo mi nombre y tocando su pequeña flauta de barro cocido. Mis tíos y primos, quienes desde la madrugada estaban reunidos en nuestra casa, se abrazaron y felicitaron a mi hermano, al tiempo que las mujeres corrían a la cocina para preparar el banquete que se ofrecería a todos los invitados que habían llegado, desde los respetables sabios del consejo del barrio y amigos de la familia, hasta algún noble de importancia y de mucho poder que tenía propiedades en ese sector de la ciudad.

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▲ Enrique Ortiz García (1981) también encabeza Tlatoani_Cuauhtémoc, uno de los proyectos de divulgación cultural más populares en las redes sociales de México.Foto
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Guerreros notables del calpulli, así como nuestros sacerdotes, también hicieron acto de presencia. Muchos de ellos llevaban puestas sus elegantes tilmas de fino algodón con lindos diseños y cenefas. Los de más alta jerarquía lucían un atado de plumas de guacamaya y quetzal sobre la cabeza. Otros asistentes, los de origen más humilde, artesanos, pescadores y agricultores amigos de mi padre, vestían tilmas y taparrabos de la fibra áspera de ixtle llamados maxtlatl. Recuerdo muy bien la frase que mi padre me repetía constantemente durante mi infancia: En esta casa todos son bienvenidos, sin diferencias y sin importar su origen u oficio. Ocelote, siempre trata a los hombres de igual manera, ya que todos son creaciones divinas de Ometéotl. También acudieron un par de hombres de origen mixteco que llevaban décadas asentados en la ciudad de Tlacopan, dedicados principalmente a la orfebrería. Eran los hijos de un gran amigo de mi abuelo ya fallecido, un reconocido orfebre mexica.

A pesar del frío de la mañana, en mi hogar, impregnado por el olor a tortillas recién elaboradas, guajolote asado y condimentado con hierbas aromáticas como orégano silvestre y epazote, y después de escuchar las palabras del conocedor de destinos, se respiraba un ambiente festivo. El gran Xiuhcozcatl, hijo de orfebres, protector de Xipe Totec, Nuestro Señor El Desollado, e integrante del consejo del calpulli de Tlalcocomulco, había tenido un hijo digno de sus hazañas militares. Después de la presentación del tonalpouhque, mi madre regresó a la casa para colocarme en una pequeña cuna hecha de cestería cubierta con tilmas de suave algodón y relajarse un poco. Los mareos, náuseas y dolores de cabeza aún no la dejaban descansar, después de la lucha que había sido el parto donde literalmente se había jugado la vida, de la misma forma que lo hace un guerrero en el campo de batalla. Al poco tiempo mis tías y otras mujeres empezaron a repartir entre los invitados tamales, guajolote asado, tortillas y frijoles en cuencos de cerámica. Como postre se compartieron dulces tunas rojas y verdes de la región de Otompan, así como pinole perfumado con tlilxóchitl, vainilla, traída desde el lejano Totonacapan, y pulque para los hombres, todo servido en jícaras y guajes.

La algarabía de la celebración no hizo mella en la garza que seguía posada sobre el pilote de madera que emergía de las aguas de una acequia, atenta al desarrollo de los acontecimientos. Tampoco la inquietaron los ladridos de nuestro perro, el cloqueo de los gua­ jolotes que estaban en el corral de la casa ni el viento frío que surcaba sobre las aguas del lago de Tezcuco. No fue sino hasta bien avanzado el día, cuando el convite estaba por finalizar, que el ave emprendió el vuelo hacia el norte, hacia la región de los muertos llamada Mictlampa.