La Jornada del campo
La Jornada del campo
Número 155 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
De chile, de dulce y de manteca

Necesitamos recuperar la economía campesina en toda su heterogeneidad

Dolores Camacho Velázquez Investigadora de la UNAM adscrita al CIMSUR, San Cristóbal de las Casas, Chiapas

El campo mexicano no está en crisis por el covid-19; tiene más de cuarenta años en ella, lo que sí propició el covid es una fuerte sacudida que nos enseñó que los mexicanos somos personas enfermas y que ello es consecuencia de la mala cultura alimentaria propiciada por el consumo de alimentos industrializados y la pérdida de hábitos alimenticios saludables. En ese sentido lo que está en crisis es el sistema agroalimentario; qué producir, cómo producir y para quién producir debe ser el punto de discusión entre los especialistas del campo; esas preguntas dejaron de ser relevantes en los últimos años, porque la relación costo-beneficio fue la única motivación para la toma de decisiones.

La autosuficiencia alimentaria dejó de ser importante en la elaboración de políticas; luego de que durante muchos años tuvieron el objetivo de asegurar la soberanía del país, como estrategia para integrar a los campesinos marginados al proyecto del México moderno, con prácticas políticas basadas en el corporativismo. Esa estrategia se fracturó a principios de los años ochenta, cuando disminuyeron los subsidios al campo, y desapareció en los noventa con la modificación al artículo 27 que significó el fin del reparto agrario y la entrada en vigor del TLC, lo que fue un duro golpe para los campesinos productores de granos básicos. La modernización del campo se tradujo en apoyo a los grandes productores exportadores y en especial a las comercializadoras.

En el caso de Chiapas, sólo aquellos que pudieron insertarse a alguna cadena productiva lograron sostenerse con apoyos a la productividad, quienes no contaban con tierra suficiente o de calidad quedaron marginados y se convirtieron en beneficiarios de los programas contra la pobreza, emergiendo procesos de exclusión y diferenciación al interior de los ejidos. Los programas contra la pobreza consistían en apoyar con alimentos a las familias, las canastas incluían productos industrializados, ello modificó los hábitos de consumo, en pocos años el consumo de maíz fue sustituido por harina de maíz. Hay que recordar que el establecimiento de Maseca en esta región fue la forma en que se eslabonaron los productores de maíz blanco con la industria, y al mismo tiempo la industria abrió un gran mercado local y regional al satisfacer de harina a los antes productores campesinos orgullosos de su maíz blanco.

Ahora se presume que la balanza comercial agroalimentaria mexicana registra superávit desde los últimos 7 años, pero ¿quiénes se benefician? Los campesinos, no. Tenemos dependencia del exterior de granos básicos: en 2018 el país importó de los requerimientos totales: 82% de arroz, 40% de maíz, 13% de frijol. Se incrementó la migración rural hacia las ciudades engrosando los cinturones de pobreza, y también hacia los sembradíos del norte, los antes campesinos autosuficientes ahora son migrantes trabajadores de tierras que no son suyas.

En años recientes, las nuevas “opciones” en territorios rurales son los megaproyectos basados en actividades extractivas y justificados como opción de desarrollo, pero solo han ocasionado problemas ambientales y roto el tejido social al dividir comunidades y ejidos.

¿Cómo salimos de esta crisis?

Campesinos mayores añoran aquellas políticas de subsidio al campo, pero también recuerdan que junto con los trabajadores de las dependencias de gobierno se corrompieron, en las regiones maiceras de Chiapas hay muchas historias sobre ello; Las políticas eran buenas “dicen”, pero las prácticas eran el problema. El gobierno federal actual va por dos vías contrapuestas en su plan para el campo: agronegocios y economía campesina. El agronegocio es la continuación de la producción de alimentos como una mercancía más, sin importar las consecuencias sociales.

La propuesta para rescatar la economía campesina tiene un buen punto de partida: buscar opciones que permitan a los campesinos mantenerse en sus lugares de origen con buenas condiciones de vida, “que la gente salga de su territorio cuando así lo decida no por falta de opciones”, pero ¿cómo?

Algunos programas apoyan la producción de maíz garantizando el precio de venta; Sembrando vida es el más importante y consiste en el cultivo de arboles maderables y frutales al mismo tiempo que milpa, por lo cual los sembradores reciben un recurso mensual que les permite tener un ingreso; aún no hay datos suficientes para evaluarlo, pero en el papel sugiere que no es extractivo, no causa despojo, ni pretende que los campesinos abandonen la siembra de granos. En el país se reportan que existen 340 mil sembradores beneficiados, lo cual representa una fuerte inversión, en Chiapas se anunció que el programa ha generado 80,000 empleos. Pero hay quejas sobre la forma como se está implementando, incluso se habla de corrupción y del uso de agroquímicos, lo cual sería una contradicción.

Habrá que darle seguimiento para saber si cumplen con el objetivo de retener a los campesinos en sus lugares y si satisfacen de alimentos a las familias campesinas recuperando los hábitos alimenticios sanos. La emergencia sanitaria revelo que aquellos que producen sus alimentos fueron menos afectados por su poca dependencia del exterior, lo que propició que muchos campesinos revaloren la producción de alimentos básicos, situación que debe aprovecharse para apoyar a los campesinos de subsistencia que no pueden acceder a sembrando vida.

Lo vivido debe recordarnos que no basta contar con alimentos, también el tipo de alimentos es fundamental, por lo que recuperar la economía campesina en toda su heterogeneidad nos permitiría lograr la soberanía alimentaria y bienestar para la gran cantidad de población que aún habita el medio rural y además elevar la calidad de alimentos que consumimos todos. •