Opinión
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Encierro y libros
L

eer libros para leer la vida. El sencillo y maravilloso acto de leer hace menos torturante el encierro. Con la posibilidad de hacer la mayoría de actividades laborales desde casa, oportunidad negada para millones de conciudadanos, es posible invertir en la lectura el tiempo antes dedicado a traslados de un lugar a otro.

Hoy más que nunca hallo sabiduría y acicate en el soneto La torre, de Francisco de Quevedo, cuya primera estrofa es la más conocida y citada: Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos. Porque la lectura es un diálogo, en el cual lo leído nos cuestiona sobre asuntos fundamentales de la vida. Es así cuando la obra que nos cautiva inquiere sobre nuestra identidad y propósito vital, y no necesariamente de manera explícita, sino que los cuestionamientos están imbricados cuando el autor cuenta literariamente una historia.

La conversación con los difuntos, nos recuerda Quevedo, es posibilitada mediante el prodigio de las líneas plasmadas en poemas, cuentos, novelas, estudios históricos y en otros campos de las ciencias sociales. De nueva cuenta Juan Rulfo me ha sacudido con las breves narraciones de El llano en llamas, al describir con genialidad y puntillosas palabras la condición marginal de los personajes que pueblan los cuentos de su libro publicado en 1953. En Es que somos muy pobres Rulfo desnuda la tragedia que se agiganta cuando las víctimas son damnificados desde su nacimiento. Él describe literariamente los estragos causados por el sistema posrevolucionarios en vidas de mujeres y hombres, despojados de esperanza y convidados de piedra en la mesa del supuesto desarrollo nacional. ¿Cómo no ver vigencia hoy en Es que somos muy pobres, cuyo rotundo inicio perfila desolación: Aquí todo va de mal en peor? ¿Y qué decir de No oyes ladrar los perros, búsqueda infructuosa de ayuda para salvar la vida?

La segunda estrofa de Quevedo, Si no siempre entendidos, siempre abiertos, o enmiendan, o fecundan mis asuntos; y en músicos callados contrapuntos al sueño de la vida hablan despiertos, alecciona sobre el efecto de lo dialogado en la lectura. La lectura inyecta vida a letras inertes, las líneas resucitadas por los ojos que las recorren infunden, o debieran infundir, nuevas perspectivas en quien lee. Su efecto es ver lo mismo con otros ojos (enmiendan o fecundan mis asuntos), alcanzar a mirar otros horizontes donde todo parecía carente de perspectiva.

Durante el enclaustramiento se han cumplido aniversarios luctuosos de personas entrañables. Algunas de ellas publicaron prolijamente. Otras, como mi padre y mi madre, desbrozaron caminos para que su progenie tuviese mejores condiciones que las vividas por ellos en su respectiva orfandad y pobreza. Frente a tantas desventajas supieron leer la vida, conjugar en su favor las adversidades. Tuvieron sagacidad para, después del punto y seguido, continuar cincelando la conclusión de la nueva narrativa por la que denodadamente trabajaron en favor de sus hijos. Supieron poner, cada uno en distinto momento, punto final a la siembra del árido campo que recibieron, para entregar otro, lleno de benditos frutos. Las grandes almas, que la muerte ausenta, escribió Quevedo en la tercera estrofa, son resucitados por la docta imprenta, y si no escribieron por las líneas pergeñadas en las vidas de otros.

Además de leer volúmenes relacionados con los temas que investigo, y son insumos informativos/reflexivos para redactar ensayos y libros, he dedicado jornadas para volver a los clásicos. ¿Cuál es un libro clásico? Al respecto adopto lo escrito por Manuel Rodríguez Rivero: “De entre todas las definiciones acerca de lo que sea un clásico, siempre he preferido la más subjetiva y arbitraria: un clásico es una obra que cambia tu vida, como cambió antes la de otros. Algo que enlaza con aquella definición de Italo Calvino (en Por qué leer los clásicos, Tusquets): ‘Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él’” (https://elpais.com/cultura/2015/04/08/babelia/1428501186_478970.html).

Lectura y vida son vasos comunicantes. Leer por mero ejercicio académico, sin conectar con las entrañas, puede suministrarnos datos, pero dejar intacto el corazón. Bien lo dijo Gabriel Zaid: Lo que vale de la cultura es qué tan viva está, no cuántas toneladas de letra muerta puede acreditar.

Una de las debacles heredadas por quienes depredaron salvajemente a México es que la lectura consuetudinaria es asunto de un bajo porcentaje de la población. Salvo valiosas excepciones, tal pareciera que el sistema educativo mexicano está diseñado para ahuyentar de la lectura al estudiantado. Tal vez tendríamos mejores herramientas para leer qué lecciones nos deja la pandemia de Covid-19 si nuestra sociedad, por fin, hiciera suya la revolución del alfabeto.