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Se fue un gran cronista
D

esde su fundación, alrededor del año 600 dC, Culhuacán fue un centro de influencia entre los pueblos lacustres del sur de la cuenca de México. Por esa razón la orden franciscana estableció en su corazón un importante centro de evangelización.

Actualmente es parte de la populosa delegación Iztapalapa, que fue ciudad de gran importancia en la época prehispánica. El cronista soldado Bernal Díaz del Castillo describe los jardines, las magníficas construcciones y la amplia calzada que la comunicaba con México-Tenochti-tlan (actualmente es la de Tlalpan).

Aquí se halla el antiguo convento de Culhuacán, una de las construcciones del siglo XVI más hermosas e imponentes de la Ciudad de México. Tras la conquista, los primeros evangelizadores de la región fueron los franciscanos, quienes al poco tiempo la cedieron a los agustinos, que construyeron el convento como lugar para la enseñanza y el aprendizaje de lenguas. Actualmente funciona como museo de sitio y centro comunitario del INAH.

En este lugar conocí, hace unos 20 años, al doctor Agustín Rojas Vargas, en un encuentro de cronistas que organizó en su carácter de titular de Culhuacán. Durante tres días representantes de toda la ciudad asistieron a platicar de sus barrios, colonias y pueblos.

Don Agustín era médico veterinario y maestro de secundaria; al jubilarse hace un cuarto de siglo se dedicó a la que era su pasión: recopilar la historia de la demarcación que lo vio nacer. Recogió, entre otras, su historia, fundación, leyendas, tradiciones y mayordomías que publicó en 10 libros. Hasta sus 86 años estuvo activo participando en todo acto que tuviera que ver con la crónica, tanto en la ciudad como en la Federación Nacional de Cronistas. Hace poco más de un año colaboró en la creación del Colegio de Cronistas de la Ciudad de México.

Siempre iba de traje, corbata y un elegante sombrero de fieltro; era un caballero en el mejor sentido de la palabra. Sencillo, sabio e íntegro, también cultivaba la poesía y nadie sabía tanto como él de la historia de Culhuacán, porque además de los estudios rigurosos la enriqueció con la historia oral y compartía generoso sus conocimientos.

Falleció hace unos días y ya espero con ansias que se abra el público el antiguo convento –cuyo rescate impulsó– para volver a recorrerlo recordando sus palabras cuando me lo mostró orgulloso por primera vez y me contó su historia.

En 1756, año en que la corona española despojó de buena parte de su poder a las órdenes religiosas, se convirtió en casa parroquial. Al paso de los años sus usos se diversificaron, siendo durante un tiempo cuartel zapatista y cayendo en un severo deterioro que se aprecia en fotografías que se exponen en el museo de sitio. Afortunadamente, en 1944 fue declarado monumento histórico y años después empezó su restauración.

La construcción es de basalto volcánico, sobria piedra negra que es un material propio de la zona, pero lo que es verdaderamente excepcional es la pintura mural que la adorna con profusión. Aparecen personajes de la orden de los padres agustinos, escenas de la vida de Cristo y exquisitas formas vegetales.

El bello claustro jardinado luce frescos con originales pinturas, posiblemente realizadas por tlacuilos locales. La mayor parte de ellas son en grises y negros, pero algunas tienen brillante colorido en el que sobresale el azul.

La parte alta del claustro conserva algunas de las pinturas más notables, sin duda obras elaboradas por artistas excelsos que dominaban el arte plateresco y renacentista.

Sobresaliente Los mártires agustinos, que se considera una obra maestra de la pintura mural novohispana por la excelencia y finura de su trazo. Este antiguo convento, sin duda, es el que custodia la mejor y más abundante pintura al fresco del siglo XVI en la Ciudad de México. Hace unos años volvió a la vida el antiguo desembarcadero, que data de la época prehispánica. Muchas reuniones de cronistas realizó aquí el inolvidable don Agustín y siempre guardará su recuerdo.