Opinión
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La rebelión desde los sótanos de la pandemia
C

uatro semanas antes de ser asesinado por un policía, George Floyd había contraído la enfermedad del Covid-19. Se había recuperado con grandes dificultades y sin poder ver a su novia o a sus amigos más cercanos. Cuando el 25 de mayo Minneapolis observó el video en el que era asesinado lentamente por un cop que le incrustaba la rodilla en la nuca mientras yacía esposado e inmovilizado sobre el suelo, un relámpago recorrió el barrio donde vivía. Hay algo que la policía estadunidense conoce y teme: la velocidad con la que los barrios bajos de Minneapolis se organizan para responder cuando se sienten agraviados.

Es una tradición –o, mejor dicho, una fuerza– que data, al menos, desde el lejano 1968 después del asesinato de Martin Luther King. Ahí todos se organizaron en una noche: las iglesias, los funcionarios de prevención social, las organizaciones civiles, los activistas e incluso los gangs que controlan el territorio. Minneapolis profundo. Primero fue una manifestación pacífica. La policía respondió violentamente. ¿Por qué? Porque los manifestantes representaban el peligro de hacer cundir todavía más la pandemia.

Súbitamente, toda la paranoia social confeccionada por el orden y el sistema científico –¿o seudocientífico?– epidemológico –ese nuevo poder virológico en hacimiento­ adquiría el rostro de miles y miles de manifestantes que lo contrariaban desde las calles –¡con sus propias armas!­– Walter Benjamin escribe que frente al estado de excepción lo único que lo exhime es otro estado de excepción. Tal vez sea una profecía sociológica.

El segundo día de protestas ya fue distinto. Se quemaron oficinas de la policía, ardieron patrullas en las calles, se asaltaron grandes comercios, se bloquearon los barrios negros. No sólo en Minneapolis, sino en las principales urbes de Estados Unidos. Incluida Nueva York, la más afectada por el Covid-19. Para la prensa conservadora, Fox News por ejemplo, una alianza de contagiados había invadido las calles. Por su lado, los manifestantes sabían –y lo siguen sabiendo– que tendrían ese miedo de su lado. Incluso cuando se leen las primeras planas del New York Times, se tiene la impresión de que el mainstream se siente cercado por una invasión de zombies. ¿Y no es el zombie acaso el personaje conceptual de una revancha en la que un ser humano ha sido expropiado de la vida para seguir viviendo? Una vez más la ficción coincide con el principio de realidad.

No es la primera vez que sucede. En Cadiz, en 1804, la rebelión liberal coincidió con una epidemia de fiebre amarilla. En París, en 1832, en plena epidemia de cólera, aconteció la insurrección de junio de 1832, un laboratorio de lo que habría de suceder en 1848. La rebelión de los leprosos en 1946 en contra de la admistración franquista en Guinea Española. Y muchas otras. Los historiadores no han prestado atención a la respuesta contra-viral de una sociedad en una situación pandémica.

No eran zombies. Literalmente cientos de miles de manifestantes de todas las minorías étnicas, de todos los géneros hoy en día existentes, de las más disímbolas identidades, a lo largo y ancho de Estados Unidos, fincaban el comienzo de una movilización que hace tres días llegó al puerto más insólito y, sin duda, paradigmático.

La primera semana, las demostraciones perseguían el único rumbo plausible que podían perseguir: exigir un juicio justo contra todos los policías involucrados en el asesinato de George Floyd. (Cosa que nunca había sucedido en situaciones similares anteriores como en Baltimore o en Ferguson). Pero desde el inicio, el contenido de la revuelta parecía claro a toda la opinión pública: una protesta radical contra el desmantelamiento desde el año 2000 –incluida la administración de Obama– de las condiciones sociales que habían permitido mantener a flote a las franjas más abandonadas del mundo del trabajo en Estados Unidos.

Trump nunca entendió el llamado. Y cometió el error que Trump debía cometer. Frente a la contención de los condados y los estados de no reprimir las manifestaciones, llamó al ejército para intervenir. La respuesta de militares y generales fue nítida: el ejército no está para matar al pueblo estadunidense (al menos en esta ocasión –podrían haber agregado–). Una fractura en la cima del poder político. Probablemente desde el asesinato de John F. Kennedy Washington no había pasado por una crisis de estas proporciones. Nótese que, en Estados Unidos, el presidente es ipso facto el jefe de las fuerzas armadas.

En medio de una elección nacional, una respuesta contraviral en mediode una pandemia y una recesión de proporciones no calculables, una amplia franja de movilizados optó por la vía más radical: defund police, desfondar a la policía. (Léase: quitarle fondos para entregarlos a la política social). El choque entre una rebelión social y la policía sin mediaciones va dirigido contra el corazón del poder político estadunidense: el emblema de lo que la policía representa como garante de un Estado que, en sus franjas de marginación y pobreza, es un Estado policiaco. Veremos qué sucede.