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La viralidad del odio
C

omprender al pequeño grupo de personas que con una mayoritaria pertenencia a un sector económico privilegiado, inventa, insulta y descalifica con rencor desbordado al Presidente de México y a quienes lo apoyan, sin duda la mayoría de los mexicanos, no es tarea fácil. Por supuesto que no se trata de meter en un mismo saco a todos los que se oponen o critican a la actual administración, sino de intentar comprender las motivaciones –por más irracionales y contradictorias que sean– de este grupo que busca imponerse para liderar la oposición.

Si bien muy minoritario y mermado, este grupo de mexicanos ha conseguido establecerse como interlocutor del gobierno mexicano y ello se explica tanto por el poder económico y mediático con que cuentan, como por una decisión política del propio gobierno, pues la poca o nula legitimidad con que cuentan (entendida como aceptación o credibilidad social) así como la ideologización extrema que manifiestan, los convierte en un adversario a modo perfecto. Algunos dueños de medios de comunicación masiva, de televisoras, de radio y de periódicos, con sus locutores más conocidos, representantes de algunas cúpulas empresariales y ex miembros de las pasadas tres administraciones federales, hacen uso a discreción de estos medios para atacar al gobierno, pero, paradójicamente se quejan de censura por parte del gobierno de México. Les irrita de sobremanera que el Presidente de México no guarde silencio y responda a sus ataques diarios, los cuales, en muy pocas ocasiones se corresponden con la realidad y son producto de eso que llaman gestores de opinión, es decir de supuestos profesionales en construir narrativas a partir de inventar noticias o crear hechos que puedan ser manipulados y redimensionados en la comunicación de masas, es decir, tergiversar, mentir y engañar. Sobran fake news y pruebas al respecto.

Sin embargo, más allá de sus desbocadas campañas de mentiras y sus malos cálculos políticos (en el sentido de ganar voluntades y debilitar a su contrario), es evidente que están asustados y no encuentran su sitio, desubicación que se ha extendido a su pequeña base social y que si bien podría explicarse por su ensimismamiento y su muy exclusivo contacto social, tengo la impresión que más bien proviene de un duelo, derivado de una pérdida, que si bien de acuerdo con los clásicos de la tanatología es un proceso que empieza por la negación de lo ocurrido, transitando por a la ira, la negociación y la depresión para alcanzar la aceptación, en este caso se han estancado en la ira sin lograr superar la negación. Es decir, como resultado de su pérdida de control y su consecuente desubicación, tienen una reacción neurótica, viven en el enojo y muestran una pérdida de sentido de la realidad pasmoso. Instalados en la negación, empezando por la de asumir su propia responsabilidad en la danza de los miles de millones que protagonizaron sin decoro y durante décadas, lo que mejor y más producen son reacciones contrarias a lo que pretenden con su iracunda gestión de opinión.

Quizá lo que sí logren al repetir narrativas y frases hechas sea reconocerse entre ellos, identificarse como parte de una casta divina y distinguirse del populacho (léase nacos, chairos, indios, pejezombies, populistas, fanáticos religiosos y más recientemente acientíficos oscurantistas hipnotizados por el brujo de Macuspana) creyendo que así conjuran la derrota que con sus propias reglas y árbitros a modo les infringió un pueblo al que han menospreciado y que les quitó el control y el poder que administraban impunemente.

Sin embargo, en ese camino han dejado ver algo que habían mantenido relativamente oculto, la cara fascistoide, misógina, clasista y racista que hoy muestran. Asustados por sus propias paranoias, probablemente reaccionan temerosos a ser aniquilados porque eso es lo que ellos siempre intentaron desde el poder y se han deshecho de la careta democrática, mostrándonos su auténtico rostro (como en Brasil con Bolsonaro y en Estados Unidos con Donald Trump). Un rostro autoritario y profundamente antidemocrático; esa es la doble cara de la ultraderecha que apela al tablero democrático para disfrazar su dictadura y hacerla perfecta, rostro agresivo que tiene por costumbre ganar o arrebatar, rostro peligroso y dañino por su misoginia, por su racismo y su clasismo –que engendran odios polarizantes y violencias devastadoras. Atrincherados en sus prejuicios y una ausencia total de racionalidad, buscan legitimarse e imponerse como una verdadera oposición, circunstancia que les es completamente nueva. Es decir, no sólo se trata de su duelo frente a lo que perdieron, sino su clara incapacidad por reubicarse y encontrar su lugar en el ejercicio de la democracia.

Frente a ello no es aceptable desconocer la centralidad política que hoy tiene esta confrontación ni minimizar los desplantes golpistas ni las campañas de engaño, manipulación y mentiras que se han convertido en la línea editorial de varios medios de comunicación. Sé que hay personas de buena fe que quisieran creer que la pandemia podría sensibilizar a estas personas a aceptar las reglas del tablero democrático a cabalidad, esperando que los tiempos de emergencia sean vistos como tiempos de cambio, de oportunidad y que su radicalización sea contenida, porque ni a ellos les permite germinar una oposición digna que pueda crecer a partir de ideas y críticas sólidas y coherentes. Sin embargo su desbocada y miserable actuación durante la pandemia, muestra que son incapaces de reconocerse en los otros, quizá porque eso los vuelve vulnerables, pero sólo así se cultiva la humildad necesaria para reinventarse, como lo hicimos muchos durante largos y difíciles años en la oposición. Tengo la convicción de que la victoria de 2018 tiene que convertirse en un cambio cultural de fondo que frustre las peligrosas nostalgias autoritarias que pretenden viralizar el odio y encauce la consolidación de una sociedad democrática, justa y solidaria.