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Disquero
Jarrett: Concierto en Colonia
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▲ Portada del álbum en vivo Keith Jarrett: The Köln Concert. Foto Wolfgang Frankenstein
 
Periódico La Jornada
Sábado 23 de mayo de 2020, p. a12

Conmemoramos el aniversario de un disco adherido a nuestras biografías: The Köln Concert, grabado hace 45 años y desde entonces una guía de navegación, hito. Piedra de toque.

Tengo preguntas para usted, hermosa lectora, amable lector: ¿recuerda la primera vez que escuchó el Concierto en Colonia de Keith Jarrett? ¿Cómo fue esa experiencia? ¿Tiene una cifra aproximada de las veces que lo ha escuchado desde entonces? ¿Se lo sabe de memoria, como muchos? Y la pregunta más importante: ¿qué significa este disco, el Concierto en Colonia, en su vida?

Más de 4 millones de copias vendidas, alimento indispensable en toda buena discoteca personal que se precie de tal, experiencia espiritual por excelencia, su escucha, el Concierto en Colonia es un referente cultural.

Entre la vasta información, destaca el libro espléndido titulado Keith Jarrett’s The Köln Concert, escrito por el investigador británico Peter Eldson y publicado en 2012 por Oxford Studies in Recorded Jazz. Casi 500 páginas de dinamita.

Y es que el Concierto en Colonia es dinamita, trinitroglicerina, magma y lava.

El Concierto en Colonia es muchas cosas:

Es poético, ensimismado, brutal. Un lago quieto en medio del bosque.

Es flamígero, calmo, hipnótico, jovial. Es Lancelot arrullado por el hada Morgana.

Es una meditación budista, una clase de yoga, un ritual.

Un vals a mil tiempos

En las notas altas del teclado, trinos como campanas de Meseglise, el pueblo de iglesias que añora Marcel Proust cada que remoja la magdalena en el té. Por el camino de Swann. Al lado de Guermantes.

Es delicado como una página de Proust. Es vehemente, discreto, vociferante, sutil, volcánico, sedante, frenético, en paz, delirante. Un sueño.

Es el aire delicado, el vaho de la Sonata de Vinteuil.

Es el placer sensual de la inteligencia.

Suenan ráfagas de solfas, borbotones. Fluyen.

Géiseres.

Gineceo magnífico.

Es un delirio.

Es el Everest, el Vesubio, el Himalaya. Todos juntos.

Es un manto de Matisse, un mandil de lavandera en un óleo de Rembrandt, es la perla de la muchacha de la perla, de Vermeer.

Es un péndulo, una hamaca, un trampolín.

Avanza, retrocede, serpentea

Es un soneto, el más intenso, de William Shakespeare; es un pasaje en monólogo interior del Ulysses de James Joyce, es una epopeya que sucede en nuestro interior.

La capacidad introspectiva del Concierto en Colonia ha formado generaciones de melómanos.

Keith Jarrett es un personaje de novela. Varias sus resurrecciones, grande su poder creativo. La música me ha salvado la vida varias veces, ha repetido.

Lo suyo es el oficio del salmón. Las condiciones para su concierto en la ciudad alemana de Colonia, aquel histórico lunes 24 de enero de 1975, eran las peores imaginables. Y empeoraron:

Viajaba en un Volkswagen sedán con Manfred Eicher, el productor a quien debemos la música más bella del mundo.

Keith llevaba dos noches sin dormir debido a tremendos dolores en la espalda. Suele ironizar con los doctores que le recomiendan no escenificar sus sonidos, retorcerse, contorsionarse, convulsionarse frente al teclado en sus conciertos. Son médicos, ellos no saben de qué se trata un concierto.

Muchas horas en carretera en vocho. Y el cataclismo.

La heroína, Vera Brandes, a sus 17 años había logrado la hazaña de contratar al joven Jarrett, convertido en leyenda por sus anteriores visitas europeas, como parte del Cuarteto de Charles Lloyd y del Quinteto de Miles Davis.

Localidades agotadas en el vetusto salón de la Cologne Opera House, pero bajo condiciones pésimas: debido a su condición social, esa casa de ó-pe-ra aceptó a regañadientes alquilar el recinto para un concierto de jazz al que asistirían puros jóvenes y les dieron el peor horario del mundo: a las once y media de la noche, al terminar la función de ópera del día.

El contrato estipulaba la instalación en el escenario de un Bösendorfer 290 Imperial Concert Grand Piano, pero los operarios trajeron del cuarto de trebejos un Baby Grand, por error.

No sólo era pequeño: no le funcionaban algunas teclas, sobre todo las de las notas graves y las agudas. Sólo quedaba a salvo el territorio de en medio del teclado. El pedal era zona de desastre y el afinador contratado para el rescate no pudo hacer mucho.

Para colmo, en el restaurante de comida italiana que le habían reservado a Jarrett para cenar, tardaron horas en servirle platillos pésimos.

Keith Jarrett dio unas cuantas masticadas, escupió la comida y emprendió carrera hacia el escenario, con una mano y su pulgar en alto, señalando a su compañero de viaje Manfred Eicher: ¡Lo lograremos, verás, lo lograremos!

Y lo logró.

Hizo historia.

Manfred Eicher explicó meses después: las malas condiciones del piano lo obligaron a no enamorarse del sonido y a concentrarse en crearlo.

Eso es el Concierto en Colonia.

Creación en estado puro.

Una obra sin anécdota, sin plan prestablecido. Un crear a partir de la nada, acertijo que nunca descifró un mentor de Jarrett: el maestro Miles Davis:

–¿Cómo le haces, Keith?

–¿Cómo hago, qué?

–Eso, inventar un todo a partir de una nada.

–No lo sé, Miles. No lo sé. Sólo hago.

El Concierto en Colonia es una obra sin melodías memorables pero muchos nos lo sabemos de memoria.

Es una obra que rompe con todo lo establecido y crea un nuevo estado de las cosas.

Un hito. Parteaguas. Impronta.

Creado, además, en la adversidad.

Cabe aquí una acotación: en un documental filmado en Estonia vemos al compositor Arvo Pärt escribir música en su casa: un pequeño piano vertical al que le faltan teclas, de plano.

Arvo Pärt escribe sus obras en este piano, lo que le implica un esfuerzo adicional. Así creó Keith Jarrett su Concierto en Colonia.

Está construido en cuatro episodios, de 26:02, 14:54, 18:13 y 6:59 minutos cada uno.

Largas improvisaciones en las que todo es magia. Tiene una lógica impresionante. Su razón de ser es la misma que anima el vuelo del colibrí.

El primer episodio volvió loca a la audiencia aquella medianoche de hace 45 años y vuelve loco a legiones en el mundo desde entonces.

Es una intensa, larga improvisación en dos tonos elaborada con una sencilla progresión de dos acordes.

Técnicamente, se conoce como vamp y es la materia prima del gospel.

Eso explica el nivel profundo de espiritualidad de El Concierto en Colonia.

El vamp es una figura musical repetitiva. Un acorde, o bien un número recortado de acordes.

El primer acorde es una broma: imita la campana con la que se dan las llamadas en el teatro. Eso destensó el ambiente. En el disco se pueden escuchar las risas entre el público, así como escuchamos más adelante los gemidos, guturaciones, canturreos de Jarrett por encima de los clímax de los acordes entrelazados, cópula loca.

En cuanto comienza el concierto es inevitable que cerremos los ojos y comencemos un bamboleo sutil, un martilleo sedente, una sonrisa amplia en el rostro. Un éxtasis profundo.

En su libro, el musicólogo británico Peter Elsdon da en el blanco: Los conciertos a piano solo de Keith Jarrett son experiencias rituales; su público: rebaños de devotos para quienes esa música tiene dones meditativos, espirituales y gran poder de transformar a las personas.

Transformar a las personas.

Tengo una última pregunta para usted, hermosa lectora, amable lector: ¿de qué manera transformó su vida el Concierto en Colonia de Keith Jarrett?

Y una invitación:

¿Escuchamos nuevamente el disco?

Va.

Pongámoslo a sonar.