21 de marzo de 2020 • Número 150 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

DESPLAZADXS


Vivienda construida por una familia de desplazados.

SUR DE SINALOA

“No somos pueblo fantasma, seguimos existiendo”

Silvia Elizabeth Maciel Soto UAM Xochimilco

El desplazamiento forzado interno es una problemática que en años recientes se ha incrementado de manera muy notable en México. No es un fenómeno reciente, sin embargo, a partir del 2006 se ha visto el creciente número de personas que han sido desplazadas de sus comunidades rurales de origen, impactando directamente sus modos de vida.

Al hablar de desplazados internos forzados se hace referencia principalmente a aquellas personas que han sido obligadas a dejar o huir de su comunidad de origen debido a la violencia generada por el crimen organizado. Estas personas huyen sin ningún tipo de seguridad, dejando todas sus pertenencias, trastocando su dinámica comunitaria, familiar, alimentaria e incluso de producción.

Este artículo se desarrolla como producto de una investigación con población desplazada en la zona sur de Sinaloa. Las familias que han tenido que huir son originarias de comunidades como El Tecomate de la Noria, El Tiro, Zaragoza, El Platanar de los Ontiveros y La Noria. Al salir de sus pueblos, estas familias eligieron un lugar donde reubicarse, regularmente en asentamientos irregulares ubicados en la ciudad de Mazatlán. Estos lugares son zonas semiurbanas que no tienen las condiciones adecuadas para una vida digna. En la mayoría de los casos, estos asentamientos no tienen servicios básicos y son terrenos que han sido invadidos por las familias debido a la necesidad de vivienda.

En la investigación se indagó que los desplazamientos suceden debido a que sus comunidades rurales se han convertido en territorios en disputa. Grupos criminales, a través de prácticas violentas y de despojo, obligan a los pobladores a dejar sus hogares, logrando sembrar el miedo y el terror en las familias de diferentes comunidades para que huyan de sus tierras.

Estos sucesos son el resultado de una política mal implementada en el sistema de seguridad que ha fallado y no ha brindado a los ciudadanos el bienestar y la seguridad que los pobladores necesitan para vivir tranquilamente. Esta violencia es producto del sistema capitalista que rige a la sociedad, un sistema donde se lucra con el ser humano, que además es cosificado y percibido como un producto con un valor fácilmente sustituible y reemplazable.

El desplazamiento forzado es percibido como un proceso violento con varios momentos. El primero de ellos es el de la salida de la comunidad de origen; al vivir momentos de tensión, despojo, miedo y terror, las familias tienen que salir huyendo de su territorio para salvaguardar su vida y la de su familia. Después, deben elegir el lugar al cual llegarán para reubicarse; estos lugares son elegidos a través de redes de apoyo como familiares, amigos o conocidos. En el sitio al que llegan, las familias de desplazados se encuentran viviendo en precariedad, hacinamiento, falta de servicios básicos, desempleos, problemas para reinsertar a sus hijos en la escuela, estigmatización y señalamiento. Sus vidas se han visto trastocadas en diferentes ámbitos. Al salir de manera tan abrupta de su lugar de origen, las familias sufren una ruptura en el tejido social comunitario, perdiendo lazos que los identificaban como parte de una población rural. Quienes han salido de los pueblos de la sierra sinaloense se ven trastocados en su lenguaje, hábitos, tradiciones, costumbres y alimentación: “Uy no, fue bien feo dejar el rancho, allá la vida era tan bonita, ya no más los recuerdos quedan, aquí uno hasta cambia lo que come” (José, abril, 2018).

A través de la recuperación de la memoria, estas familias describen con nostalgia el pueblo al que pertenecían, recuerdan entre tristezas y lágrimas la vida que tenían. Rememoran que sus pueblos estaban rodeados de árboles, cruzaban ríos y se caracterizaban por un ambiente de tranquilidad y paz, con casas grandes y espacios abiertos. Los hombres se dedicaban a la siembra de maíz, jamaica, tomate y algunos otros productos básicos. Sembraban para autoconsumo y había quienes vendían a la ciudad más cercana su producción agrícola. También se dedicaban a la ganadería. Las mujeres se hacían cargo de las actividades del hogar y apoyaban actividades que propiciaban el autoconsumo. Doña Conchita así lo menciona: “Allá yo trabajaba cuidando a los chamacos, torteando, cortando el nopal, sacando la leche, los huevos. Me levantaba a las cinco de la mañana a amasar la masa pa´ tener todo listo tempranito” (Conchita, marzo, 2018).


Quienes salen de los pueblos de la sierra se ven trastocados en su lenguaje, hábitos, costumbres y alimentación.

Debido a la violencia, muchas familias se han visto fragmentadas; muchas han perdido algún integrante; la mayoría de veces, han sido los hombres quienes han sido asesinados o desaparecidos, ocasionando un cambio de roles. Las mujeres se han convertido en jefas de familias y ejercen el papel de proveedoras, llevando a cabo un trabajo remunerado. Así lo contó María: “Desde que llegué a la ciudad he tenido que trabajar, antes solo trabajaba en la casa, pero ahora paso todo el día en el trabajo y ya no más llego en la noche” (junio, 2017). Al llegar a Mazatlán, las familias desplazadas no encuentran empleos fácilmente, debido a que sus saberes rurales no son valorados en el nuevo contexto. Alberto lo mencionó así: “Aquí uno trabaja mucho y gana poco, allá trabajaba por temporadas y no se ocupaba tanto el dinero, aquí uno ocupa el dinero diario” (marzo, 2018).

Por otro lado, existe una fuerte estigmatización por parte de los empleadores hacia los desplazados. Cuando las personas desplazadas que ahora se asientan en Mazatlán salen en búsqueda de empleos, uno de los obstáculos es ser originarios de los pueblos de la sierra, por lo que algunos optan por esconder su identidad. Así lo expresó Martha: “Mejor ya ni digo que soy desplazada porque no le dan trabajo a uno, yo llegaba y veía las caras de la gente, más que nada en las empresas, cuando les decía que iba llegando a la ciudad. Ha habido gente muy amable, que nos ayuda, pero cuando se trata de trabajo como que a la gente le da desconfianza saber que uno salió de allá (enero, 2018).

La estigmatización también se da en el lugar al que han llegado a reubicarse. Los vecinos los tratan con distancia para salvaguardar su seguridad e integridad. Incluso las madres de familia han identificado prácticas discriminatorias en las escuelas a las que han llegado sus hijos: “Mi hijo ya no ha querido regresar a la escuela porque dice que los demás niños se burlaban de él, diciéndole que no sabía leer bien porque venía del rancho, hasta de la maestra recibió burlas (Martha, septiembre, 2017).

Las familias campesinas desplazadas que se han asentado en Mazatlán viven en el olvido de los diferentes niveles de gobierno. No cuentan con ningún tipo de apoyo, programa o seguridad social para cubrir alguna de sus necesidades o reparar el daño. Tampoco existe un reconocimiento oficial sobre su condición. Son muchos los pueblos y comunidades rurales del sur de Sinaloa que han quedado devastados, desolados y abandonados debido a la violencia, por lo que son percibidos como “pueblos fantasmas. Sin embargo, quienes pertenecieron a esos territorios siguen buscando cómo reconstruir su historia en un nuevo contexto también hostil. Es urgente que las autoridades reconozcan y atiendan esta problemática. •