21 de marzo de 2020 • Número 150 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

DESPLAZADXS


Paisajes contemporáneos de la Meseta P'urhépecha. Agustín Ruíz

MICHOACÁN

Cuando la guerra llegó

Verónica Alejandra Velázquez Guerrero Coordinación Nacional de Antropología

Indalecio atiende un negocio informal, tiene cinco hijas y le preocupa fallarle a su esposa con el gasto diario. Él nació en 1975, en un pueblo de la Tierra Caliente de Michoacán, en donde las opciones de subsistencia eran migrar al norte o trabajar en el campo. Comenta: “éramos unos huarachudos, no había jale, ¡no! ¡ahora hay de todo!”. La situación cambió en los ochenta, cuando llegó gente de fuera a pedirles que cultivaran marihuana, por la que les pagarían cinco veces más que por el maíz.

Para los noventa, el narcotráfico se había consolidado en la región. El narco mayor del pueblo apoyaba a la iglesia, era padrino de generación en la primaria, patrocinaba bailes y aportaba recursos para techados y pavimentos. La prosperidad se notaba en las calles con el desfile de camionetas de lujo, de hombres y mujeres luciendo diversos accesorios de oro. Al igual que en Sinaloa, en el imaginario social, un narco era un hombre de negocios de origen campesino con valores morales.

La historia del pueblo de Indalecio se vincula a los procesos de globalización y a la configuración del estado neoliberal en México, cuando en los noventa, el cártel de Los Valencia de Aguililla, diversificó su producción de amapola y marihuana al aumentar el tráfico de coca con Colombia e iniciarse en la industria de la metanfetamina. En ese tiempo se dio la internacionalización del narco y la vinculación de sus actividades ilegales con dinámicas de la agroindustria de exportación.

Entre el 2001 y 2006, los Zetas llegaron a Michoacán como brazo armado del Cártel del Golfo para desplazar a Los Valencia y adiestraron a narcotraficantes locales en tácticas de guerra aprendidas con militares de gobiernos genocidas extranjeros, demostrando su poder mediante la tortura y la exhibición en espacios públicos de cuerpos desmembrados o degollados. Todo esto se desarrolló con impunidad, por la cooptación de algunos agentes locales del gobierno e instancias de procuración de justicia. La población se convirtió en blanco de extorsiones y secuestros. Así inició una disputa por el control de las plazas, sustentada en una supuesta pugna ideológica entre narcos que se reivindican como michoacanos vs. foráneos.

En 2006 inició la llamada “guerra contra el narco” del expresidente Calderón, con la Operación Conjunta Michoacán, desplegando miles de militares, policías federales y marinos, además de agentes ministeriales y de investigación. La estrategia resultó en una cuantiosa pérdida de vidas humanas a las que se llamó “daños colaterales” y las cifras de la violencia criminal en la entidad fueron en aumento sin parar hasta el 2011. En 2013 se desató la disputa armada en la Tierra Caliente, con el surgimiento de los grupos comunitarios de autodefensa para brindar seguridad a sus familias y pueblos; a la par que se desplegaron grupos de autodefensas falsas, vinculadas a los cárteles locales y nacionales.


Con la Operación Conjunta Michoacán, se desplegaron miles de militares, policías federales y marinos en esta entidad.

La “geopolítica de guerra” contemporánea penetró Tierra Caliente a través de la desestabilización social y el conflicto armado, necesarios para controlar y dar curso a los procesos económicos trasnacionales. En cuanto a Indalecio, huyó de su rancho en 2014 tras una ocasión en la que, conversando con vecinos en una tienda, “habló mal” de un integrante del narco y por la noche un comando armado asaltó su casa y lo amenazó de muerte para que dejara el pueblo. Indalecio se desplazó a una colonia de las periferias de la ciudad de Uruapan, mientras que, en su pueblo, los enfrentamientos armados cobraron la vida de inocentes.

Numerosos poblados de la Tierra Caliente quedaron en medio de las disputas armadas y las familias empezaron a ser víctimas de desplazamiento forzado. La prensa registra salidas masivas en Parácuaro, Buenavista y Aguililla. Sin embargo, no hay estudios que nos describan la edad, el género, la etnicidad y la condición económica de estos desplazados. Los destinos dependen de las redes de apoyo y capitales de las familias; una gran parte ha llegado a Uruapan, Morelia, Guadalajara y Tijuana, ciudades donde comienza otro calvario, ante la precarización de las condiciones de vida y la discriminación por la procedencia.

Como sociedad aún no dimensionamos lo que significa huir del horror, dejar la casa, los animales, la tierra sembrada y perder los mecanismos colectivos para subsistir. Aún desconocemos a lo que se enfrentan los niños desplazados al despertar cada día lejos del hogar y al estar traumatizados por el terror vivido y, al ver a sus padres comenzar de cero en un medio citadino hostil y ajeno.

Es urgente implementar políticas públicas y marcos legales de atención a las víctimas desplazadas. No obstante, para combatir el desplazamiento en Michoacán será necesario transformar la dependencia de la economía local con los mercados trasnacionales legales e ilegales y formular estrategias de seguridad integrales que vayan más allá de la militarización para poner fin a la “guerra” desatada en la Tierra Caliente. •