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En busca del nombre propio
N

unca me gustó que la ciudad en la que nací, y en la que he vivido casi la totalidad de mis 70 y tantos años de edad, se llamara D.F., por más que las dos mayúsculas seguidas de un punto se refirieran a dos palabras, Distrito Federal, que, sin embargo, para mi oído, para mi escasa comprensión de los términos legales (¿se trata de un término legal?), pero especialmente, para mi sensibilidad, no sólo no tuviera sentido sino que me pareciera carente de belleza sonora, por no decir francamente feo. Siempre pensé que el nombre de una ciudad debería tener historia, ya fuera por el término del que proviniera o por lo que pudiera representar.

El ejemplo de nombre de ciudad propiamente dicho que me viene más pronto a la memoria es el de Roma, que surge de la romántica historia de la que parece originarse desde hace siglos de los hermanos Rómulo y Remo (gemelos, ¿no?), que fueron amamantados por una loba, precisamente en la colina en la cual, en determinadas circunstancias, o debido a determinados razonamientos o determinadas fantasías, fue fundada esta ciudad. (A pesar de que sostengo el ejemplo, admito, sin mayor vergüenza, que he olvidado quiénes eran estos personajes recién nacidos y por qué los tuvo que amamantar una loba. Ni modo. Mi memoria, igual que la tuya, es selectiva y, en mi caso, se fija más en algún detalle que en ningún conocimiento fundamentado.)

Lo cierto es que el nombre Roma me gusta, tanto para nombrar la ciudad como para evocarla y estudiarla continuamente, porque se presta, ¿o no?, a ser recordada y examinada sin parar. Roma. Di Roma y verás todo lo que desencadena, el grueso de lo cual, te aseguro, será bello, incluso iluminador. Roma.

Sin embargo, pronuncia Distrito Federal y, ¡Ay!, ¿qué suscita en ti? De nuevo, Ay! (interjección que prefiero representar de este modo, Ay!, aun en contra del diccionario, si quieres, una licencia poética.) En mí, despierta el recuerdo (terrible) de la maestra de geografía que en un examen oral en la primaria pregunta a la pequeña alumna de anteojos, medio chimuela, con aspecto abstraído, cuyos zapatos no alcanzan el piso, Niña, ¿qué significan las siglas D.F.?, y, después de un minuto de oír silencio, al advertir que ningún otro tipo de respuesta emerge de los labios de la estudiante, efectivamente levanta la gruesa regla y golpea con fuerza los nudillos de la mano de la alumna ignorante.

No, yo no era ignorante ni tonta ni desentendida ni incapaz, por más que hubiera una que otra materia que no me atrajera o que no comprendiera con la misma claridad que las demás. De hecho, fui una colegiala que siempre mantuvo primeros lugares durante su escolaridad. Pero no puedo negar mi tendencia a la obstinación, de modo que simplemente me cerraba ante lo que no me gustaba o ante lo que me confundía o ante lo que no me atraía. Si se trataba de un nombre, ya fuera, para mí, por su incomprensible sentido o por su falta absoluta de belleza sonora, simplemente lo descartaba. Rechazaba incluso pronunciarlo.

Así, ¿cómo iba yo a detenerme en esas mayúsculas con un punto entre cada una si me parecían no sólo incomprensibles intelectualmente, sino, sonoramente hablando, llanamente feas?

Además, mientras los lugareños acomplejados, resignados ante la fealdad del nombre de su ciudad, en desprecio de su suerte, se denominan chilangos, Ay!, cuando no defeños, Ay!, en cambio los lugareños sobrepuestos a su suerte, se apropian del nombre del país y se lo otorgan a su ciudad y, así, se refieren a ella como México, prepotentemente.

Hasta que de pronto apareció un regente iluminado que, atento a estas digresiones, ordenó cambiar el nombre del territorio bajo su mando y, clarividente, lo sustituyó por el de Ciudad de México (así que sólo es una, entre tantas más, ¿no?), que hizo representar con las siglas CDMX, ajeno a la maestra de ortografía, que represento con estas líneas, presta a azotar los nudillos de su mano si no sustituye las siglas por CdMx.