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Nosotros ya no somos los mismos

La mítica unidad nacional // Actos clasistas previos a 1810 // El papel de Iturbide

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▲ Participantes de la conjura de Valladolid, García Obeso y Michelena encabezaron una pequeña sublevación contra la monarquía español en 1809.Foto tomada de Internet
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efinitivamente: si quiero que me alcance el año para sustentar mi osada opinión sobre ese ampuloso concepto de unidad nacional, detrás del cual se esconden infinidad de indolencias, excusas, temores, francas o disimuladas cobardías y, lo peor de todo, doctas y sesudas argumentaciones de los pensadores orgánicos (que obviamente piensan de acuerdo con lo que el organismo estipule), debo someter esta columneta al rigor de una exposición verdaderamente esquemática de mis tan sediciosas opiniones.

Iniciemos, como solían decir los viejos oradores (los pocos vivos con lo mismo) En los albores de la Independencia la unidad no era exactamente la condición que caracterizaba al movimiento. Menos aún la sincronización de sus proyectos. (Sólo a don Francisco I. Madero se le ocurriría, 100 años después, dar a conocer públicamente el día y fecha precisos de un levantamiento armado. Y así les fue a algunos de sus seguidores). Si mis huidizos recuerdos no me fallan, antes del 16 de septiembre de 1810 hubo incidentes que pueden ser considerados en el capítulo de los precursores y que son, al mismo tiempo, prueba irrefutable de mi atrevida afirmación: la unidad entre todos los integrantes de una comunidad no es elemento indispensable para la consecución de un objetivo legítimo, pero que no a todos conviene. Ojalá el relato de estas referencias incite a los agobiados lectores a echarse un clavado en capítulos no muy conocidos de nuestros orígenes.

Me autorrobo unos renglones para una inusual sugerencia: soy alérgico a dar consejos sobre cualquier tópico: medicinas, médicos, devociones, santos, películas, restaurantes, peluqueros, tríos, mariachis, mecánicos, libros, hechizos. Abogados, videntes o encuestólogos, jamás. Hago una excepción con las vedetes más deslumbrantes del momento, sólo que las del mío, en su mayoría, residen en la Casa del Actor. Segunda excepción: el libro del maestro Luis Villoro Toranzo, uno de los mexicanos (nacido en España) que más motivos de admiración y respeto me despertó no únicamente en mi época de universitario. Corrijo mi torpeza anterior: mi época de universitario se terminará cuando lleve a cabo mi fade out definitivo. Realmente quise decir mi etapa estudiantil. El libro se llama El proceso ideológico de la revolución de independencia. Gracias a este texto, análisis riguroso, científico, racional y, por supuesto también, alegato militante, vigoroso desde la trinchera de la verdad histórica, algo aprendí yo, pero principalmente mis alumnas y alumnos de las escuelas públicas y fifís en las que daba mis clases no sólo para vivir, sino para aprender a vivir. Por favor échenle una ojeada y también una hojeada a este texto fundamental.

Pero sigamos. En 1808 todo lo que sucedía en España repicaba sonoramente en estas tierras. Pero el repique era obviamente, como se dice ahora con un enfoque clasista: el acoso y acuse contra el virrey José de Iturrigaray, a quien se denunciaba como simpatizante de las demandas independentistas, era encabezado por uno de los grandes hacendados, señor de horca y cuchillo: Gabriel de Yermo, y con él la alta sociedad de los peninsulares, tatarabuelos de los actuales gachupines que desde entonces se habían propuesto hacer la América. Acompañados, por supuesto, del arzobispo Francisco Javier de Lizama y Beaumont. Alianza que, de pasada, me permite una preguntita: ¿ha cambiado con los siglos esa colusión de intereses entre los titulares de los poderes terrenales y los franquiciatarios del paraíso celestial? Determínelo la doctora Irma Eréndira Sandoval, actual secretaria de la Función Pública, con el tino de sus últimos dictámenes.

Apenas en 1809 surgió la conjura de Valladolid (ya lo aclaré antes, hoy Morelia). Allí José Mariano Michelena, en la hacienda de José María García Obeso (a quien ni alquiler pagaban), convocó a un grupo de modestos oficiales y miembros del clero (los fregados siempre son los más fácilmente cooptables). Menciono este ligero intento de sublevación que tenía como objetivo la reivindicación del monarca español, nada más porque también allí tuvo presencia Agustín de Iturbide e ingenuos, pero no tanto, los conspiradores le desconfiaron y rechazaron su participación. Suertudo. Esto le permitió ser quien capturara a varios de los conjurados y seguir haciendo méritos dentro de las filas realistas hasta dar el gran cambio que, al triunfo del movimiento independentista, lo haría emperador por unos meses, pero lo exhibiría como un traidor para la historia.

Me reclaman que siga en el siglo XlX y me abstenga de opinar sobre el acontecer de este fin de año. Acepto y reconozco. Terminaré mi larga perorata, pero pienso que reclamar la imposible unidad, frente a la realidad de una apabullante mayoría, es una falacia, una trampa que no podía dejar que sentara estado.

Twitter: @ortiztejeda