21 de diciembre de 2019 • Número 147 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

Mujeres y hombres del jornal


Cierre de albergues para migrantes, tras la cancelación del PAJA. DINORAHT PERALTA

Cuando los derechos no alcanzan

Dinorath Peralta Saucedo Estudiante de la Maestría de Derechos Humanos de la UASLP

A la par que se dan algunos avances en materia de igualdad entre hombres y mujeres, de reconocimiento a los derechos humanos y de incorporación de estos temas en el sistema jurídico mexicano, se vive una discrepancia, casi una paradoja de distanciamiento entre los principios y las normas y las condiciones de vida reales de las personas de grupos más vulnerables y de la clase trabajadora en general.

El sistema de género o sistema patriarcal afecta a todas las mujeres, pero las principales víctimas son aquellas que pertenecen a grupos en mayor vulnerabilidad. En el país, de acuerdo con los resultados obtenidos en el Diagnóstico del Programa de Atención a Jornalero Agrícolas realizado por Sedesol en 2009, la población de jornaleras y jornaleros migrantes es considerada una de las poblaciones en mayor vulnerabilidad y explotación laboral. La mayoría proviene de estados del sur, principalmente Guerrero, Oaxaca y Chiapas, y de las regiones huastecas de los estados de San Luis Potosí, Hidalgo y Veracruz, tiene un alto índice de pobreza y un alto porcentaje de población indígena.

Al abandono del campo, la injusticia racista con los pueblos indígenas, el despojo de territorio que viven en sus lugares de origen y la posibilidad de enajenar propiedad comunal y ejidal, se suman al éxodo de la migración por trabajo. Todos estos procesos que significan violencia estructural conllevan el aumento de la violencia directa hacia las mujeres.

En las pasadas décadas se habla de la feminización del trabajo y de la pobreza, debido a la integración en aumento de las mujeres al mercado de trabajo, pero los trabajos que ocupan se caracterizan por ser flexibilizados, informales, con pocas o nulas prestaciones.

En el mundo del trabajo agrícola también se registra la incorporación de mujeres. Aunque el sector primario se supone, suele estar mayormente reglamentado, no sucede lo mismo con el trabajo agrícola. La naturaleza de temporal y otros aspectos de estas actividades hacen que la misma Ley Federal del Trabajo le contemple en un apartado especial, sin embargo, esto tampoco refleja protección efectiva a los derechos laborales de jornaleras y jornaleros. Por el contrario, existe una abismal distancia entre el derecho y la realidad, presentándose en el campo proceso de indigenización, feminización e infantilización del jornal agrícola en la agroindustria.

En San Luis Potosí, a diferencia de otros lugares de la república, son casi inexistentes los procesos organizativos de las jornaleras y jornaleros para mejorar sus condiciones de vida vía el activismo y movilización legal por el respeto a los derechos laborales. Las mujeres contratadas en los ranchos agroindustriales suelen tener dos perfiles: la jornalera local y la jornalera migrante. A pesar de que ninguno de estos grupos está organizado, las condiciones de extrema vulnerabilidad y condición migrante y pertenencia a un pueblo indígena hacen que el segundo grupo viva condiciones infrahumanas de trabajo y violencia en su experiencia de migración por trabajo. Eso, sin contar que el idioma suele ser una gran barrera que condiciona a vivir mayor violencia, discriminación, abuso y exclusión social. El trabajo por contrato y con seguro social, una modalidad que antes no existía, aparece en algunos ranchos que contratan anualmente a las mujeres lugareñas, pero en general emplean en zonas de mayor vigilancia y difícil acceso a familias migrantes, muchas de ellas, indígenas, a cambio únicamente de salario sin ninguna otra prestación obligatoria por ley.

Las condiciones climáticas, la dispersión poblacional del altiplano, la lejanía e incomunicación de los centros de trabajo, la poca institucionalidad, la falta de redes familiares de apoyo, el racismo que se manifiesta en la división y organización el trabajo, en las formas de discriminación por origen étnico, son algunos factores que juegan en contra de las masas de mujeres y hombres que migran por trabajo hacia los ranchos del altiplano. Pocos son los ranchos que cuentan con albergues dignos, pero abundan aquellos en los que las mismas jornaleras y jornaleros tiene que rentar fincas en obras negras y gastar el poco dinero que ganan y ahorran para llevar a casa una vez terminada la temporada de siembra y cosecha por la que migran.

El PAJA (Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas), uno de los varios programas de bienestar social que existían y del que se beneficiaban las jornaleras y jornaleros, fue cancelado este año tras el cambio de gobierno sin que un nuevo programa o cualquier otra política pública le sustituyera, lo que indiscutiblemente significa acrecentar la vulnerabilidad en la que se encuentran las jornaleras y sus familias al faltarles el hospedaje en los albergues que dependían de ese programa, entre otro servicios.

Las condiciones de pobreza, discriminación y exclusión social eran la razón por la cual existía un programa como el PAJA, el cual operó hasta principios del año 2019. La lógica del actual gobierno de dar el apoyo económico directamente a la población beneficiada de un programa es bastante criticada, con justificadas razones. En el caso del jornal agrícola, tomar medidas de esta especie en lugar de retomar una política de atención integral a jornaleros y jornaleras sería un desastre, no se cuenta ni siquiera con un censo confiable de los ranchos agroindustriales que funcionan en la región ni del personal que emplean, creando de esta forma, situaciones de riesgo. No hay forma de dar seguimiento a las personas y el dinero en efectivo no sustituye la infraestructura, un albergue por ejemplo, que antiguamente era propiedad del gobierno federal y que había sido donado a los municipios.

Semejantes condiciones de vida sólo pueden desembocar en mayor violencia hacia las mujeres jornaleras, mayor explotación y cansancio, ya que ellas reproducen la vida de sus familias mediante el trabajo doméstico no pagado y no reconocido, ni por la sociedad, ni por el estado, ni por el capital, pese a que es en el ámbito “privado” del hogar en donde comienza la producción de la plusvalía. A ello se le suman formas específicas de violencia de género como el acoso y hostigamiento sexual por parte de otros trabajadores, especialmente de capataces y hombres en posiciones de poder en el entramado de relaciones laborales que se construyen dentro de los ranchos agroindustriales. Situaciones que por supuesto, ponen en un gran dilema a las mujeres quienes además de soportar las condiciones de violación a sus derechos laborales, tienen que soportar violencia sexual ante el peligro de ser despedidas e incluso, perder el lugar de hospedaje mientras se encuentran a miles de kilómetros de sus hogares y posiblemente, a cargo del cuidado de niñas y niños.

El Estado mexicano tiene una gran deuda con las mujeres, especialmente con las trabajadoras empobrecidas en el campo. Plasmar derechos en leyes y tratados no alcanza, hacen falta, cuando menos, reformas estructurales que reintegren a las familias del campo y trabajadoras satisfactores que el Estado debería encargarse de satisfacer, garantizando formas de acceso a esa satisfacción para aminorar la pesada carga que llevan a sus espaldas miles de mujeres en el país. Prevenir la migración por despojo de territorio, por un lado, y por otro, ampliar y garantizar derechos laborales y sociales que satisfagan las necesidades básicas de las y los trabajadores del campo. Cuando las necesidades básicas de las mujeres y sus familias comiencen a ser satisfechas con una perspectiva intercultural, quizás entonces los derechos y la vida libre de violencia empiecen a cobrar mayor sentido en contextos en los que los derechos son letra muerta. •