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Recibo la Medalla Bellas Artes
E

n reconocimiento de la ocasión que nos reúne, quiero agradecer a Alejandra Frausto, secretaria de Cultura; a Lucina Jiménez, directora general del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura; a mi querida y admirada amiga Ana García Bergua; a mi querido y admirado Alberto Ruy Sánchez, con quien he tenido la curiosa fortuna de compartir algunos de los momentos más celebrables de mi vida de escritora; por supuesto, al jurado, anónimo para mí, y, agradecer también, con especial consideración, a todos y cada uno de ustedes que, lejos de ser el desocupado lector a quien Cervantes dedica Don Quijote, me acompañan este mediodía del 26 de noviembre de 2019 a recibir, en la Ciudad de México, esta inesperada, aunque bienvenida, Medalla de Bellas Artes.

He pasado los 72 años que llevo en el mundo deshojando margaritas. Me quiere, no me quiere, empecé por preguntar, cronológicamente, circunstancialmente, de cada persona a mi alrededor. Como es natural, la primera víctima de semejante cuestionamiento fue Mamá; me quiere, no me quiere, preguntaba yo en silencio, temerosa de hacerlo como no fuera cabizbaja, aunque a veces, quizá las más, el pétalo positivo se prendiera entre las yemas de los dedos para convencerme de que sí, de que Mamá me quería.

En cuanto al afecto, aún antes de empezar a ir al colegio, aplicaba mi práctica secreta, no sé qué tan saludable, a cada miembro de mi numerosa familia, a la tropa de quienes trabajaban en la casa, a quienes nos visitaban con frecuencia. Pasé mi infancia zarandeada entre los extremos de esta continua oscilación, me quiere, no me quiere, que fue la manera en la que en consecuencia me relacioné con los demás a lo largo de mi adolescencia y juventud, cuando en la escena empezaron a aparecer, aparte de amigas y amigos, colegas escritores, jefes y compañeras y compañeros de trabajo. Me quiere, no me quiere, les preguntaba, callada, sin mirarlos a la cara, incluso con rubor. Me quiere, no me quiere. La oscilante situación de mi sensibilidad afectiva, se entenderá, adquirió un tono más grave apenas me casé, modalidad que se prolongó durante los 32 años de mi matrimonio. Al enviudar, adivinen en cuál pétalo se estancó mi hábito, que por fortuna recuperó el vaivén de su movimiento cuando, poco después, por buena suerte volví a formar pareja, momento a partir del cual, sin embargo, durante los 16 años que llevamos juntos, y por esta inclinación congénita de la que no logro desapropiarme, no ceso de preguntar si él, adorable como es, me quiere o no me quiere.

Y por más que, para mí, sea lamentable que mi reflexión afectiva sufra altibajos de tal contraste como el que señalo, me apresuro a registrar que, si no desde lo temprano que surgieron los altibajos, de pronto en mi juventud surgió en mí un juicio paralelo, igual de serio que el afectivo pero causante de un todavía mayor desquiciamiento. Me refiero al tema de la nacionalidad. En vista de que desciendo de emigrantes y desterrados, unos y otros igualmente por necesidad personal, y de que, sea como sea, pero en consecuencia, tengo derecho a ser considerada nacional de tres países, México, Estados Unidos y Líbano, sucede que, a lo largo de mis 72 años de vida, me he sentido tan de aquí como tan de allá; tan no de aquí como tan no de allá, o sea, he estado alternando el deshojamiento de la margarita asimismo con sensaciones de pertenencia opuestas que, al aplicárselas a cualquiera de estos países, puedo sintetizar en la fascinante expresión mexicana, me hallo, no me hallo. Estoy aquí, y oscilo, me hallo, no me hallo. Estoy allá, y oscilo, me hallo, no me hallo. No se trata de tener certeza de a cuál de estos países tengo derecho de llamar propio; sino más bien de sentir cuál me quiere o no me quiere. Y lo único que pretendo decir con todo esto es, simplemente, que ahora que recibo la Medalla de Bellas Artes de Literatura sé, sin ninguna duda, que México me quiere, lo que me causa un muy reconfortante sosiego.