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Bolsonaro sacó a Brasil del mapa de América Latina
E

n sus primeros 11 meses como presidente de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro acumula una serie de iniciativas negativas –todas preocupantes– que supera todo lo que el país vivió a lo largo de 130 años de república, golpes de Estado y dictaduras, inclusive.

Bolsonaro es, entre otras cosas, un enemigo radical de las artes, la cultura, la educación, las ciencias, el medioambiente, las minorías y los indígenas. Lo que se aprecia es un retroceso sin precedente en todos, absolutamente todos, los aspectos de la vida nacional.

Un buen ejemplo de ello, la más reciente hazaña de su gobierno, fue nombrar para presidir la Fundación Palmares, cuya misión es preservar, estudiar y difundir la cultura afrobrasileña, a un negro que asegura qye no existe racismo en el país. Se trata, además, de un crítico feroz de los movimientos negros y, escándalo principal, un defensor de la esclavitud, bajo el argumento de que sus antepasados esclavos vivían en Brasil en mejores condiciones de las que vivirían de haber permanecido en África.

Otro asunto que merece atención especial en todo ese retroceso es la política externa, que vive un vuelco asombroso en una tradición sedimentada a lo largo de más de un siglo.

El resultado palpable y visible es que en once meses, gracias a su mirada oblicua, típica de un ultraderechista primario, Bolsonaro logró sacar al país del mapa de América Latina.

Chile vive la crisis más grave y peligrosa desde el final de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1990. La represión brutal a la reacción popular a políticas económicas neoliberales fundamentalistas que tanto fascinan al equipo económico de Bolsonaro no deja, al menos por ahora, salida a la vista.

En la primera quincena de octubre, Ecuador enfrentó un gravísimo cuadro de conflictos callejeros. Hay tensas negociaciones entre gobierno, oposición y movimientos sociales, sin ninguna garantía de que se llegue a buen puerto. La tensión está apenas controlada.

Bolivia acaba de sufrir un golpe de Estado que marca la ruptura del orden constitucional, con la destitución de un presidente legítimo –el primer indígena en toda su historia que preside un país cuya población es mayoritariamente oriunda de los pueblos originarios –, y el inicio de un periodo de profunda indefinición sobre lo que vendrá.

Ahora, le toca a Colombia enfrentar una turbulencia fuertísima.

Todo eso ocurrió en menos de dos meses. ¿Y cuál la actitud de Brasil, que por su peso económico, político y demográfico actuó a lo largo de los pasados 35 años como mediador de conflictos e interlocutor dispuesto a encontrar soluciones en la región?

Pues puro silencio, que sólo es roto para que Bolsonaro, sus hijos rabiosos y descontrolados o alguno de los energúmenos que integran su gabinete emitan torpezas que alejan y aíslan aún más la nación del resto de nuestras regiones latinoamericanas.

Con eso, la política externa brasileña pasa por el mayor desastre de su historia, poniendo en relieve dos características indiscutibles de la visión que Bolsonaro tiene del mundo y de la vida.

La primera es la más profunda ignorancia de todo lo que se construyó a lo largo de décadas en la política externa brasileña.

En estos poco más de 10 meses, Jair Bolsonaro diezmó uno de los cuerpos diplomáticos mejor preparados del mundo, eligiendo cuidadosamente lo peor que existía para sus cuadros en puestos de importancia vital, para empezar está el actual ministro de relaciones Exteriores, un absurdo ambulante llamado Ernesto Araújo.

La segunda característica que salta a la vista en la actuación de Bolsonaro es su más profunda e irremediable ignorancia sobre qué significa presidir un país como Brasil.

Desde hace mucho, pero muchísimo tiempo, América Latina no vivía la coincidencia de un periodo tan especialmente conflictivo y peligroso, con varias naciones enfrentando turbulencias violentas en un mismo periodo, o mejor dicho, concomitantes.

Al menos desde 1985, cuando Brasil recuperó la democracia, luego de 21 años de dictadura militar –tan admirada y elogiada por el clan familiar presidencial–, en ningún momento el país estuvo ausente de las discusiones y negociaciones frente a las crisis que sacudieron a América Latina.

Desde la llegada, en 1995, de Fernando Henrique Cardoso al primer de sus dos mandatos presidenciales, esa participación se incrementó. Y con los dos de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), alcanzó su punto máximo de espacio consolidado (y ahora destrozado) en el escenario global.

Con Bolsonaro, las tradiciones son rotas una tras otra. Por primera vez en la historia, Brasil se unió a los hasta entonces dos únicos y solitarios votos – los de Estados Unidos e Israel – en defensa de la manutención del brutal embargo estadunidense a Cuba.

Por primera vez en décadas, Brasil se sumó, en votaciones de la ONU, a lo más retrógrado que existe en temas vinculados a los derechos de las mujeres, de las minorías y del medioambiente.

Con Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil quedó asentado que lo peor está por venir. Siempre.