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Vox Libris
El chico que siguió a su padre hasta Auschwitz
Periódico La Jornada
Domingo 24 de noviembre de 2019, p. a16

Gustav y Fritz Kleinmann, padre e hijo, protagonizan una historia real que permanece en la memoria de los que todavía viven. Ambos padecieron el infierno de los campos de concentración nazis, pero el amor mutuo hizo que volvieran a casa vivos. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro El chico que siguió a su padre hasta Auschwitz, de Jeremy Dronfield © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Los dedos finos de Gustav Kleinmann empujaban el tejido por debajo del prensatelas de la máquina de coser; la aguja traqueteaba, ametrallando la tela con el hilo y trazando una curva larga e impecable. Al lado de la mesa de trabajo estaba el sillón para el que cosía la tela, un esqueleto de madera de haya con tensores de cincho tirantes y relleno de pelo de caballo. Cuando hubo cosido el panel de tela, Gustav lo colocó sobre el brazo del sillón y metió los clavos con el martillo pequeño –simples clavos para el interior, tachuelas con cabeza redondeada de latón para el reborde exterior, muy juntas, como una hilera de cascos de soldado–. Adentro: tac, tac, tac.

Le gustaba tener trabajo. No siempre había suficiente y la vida podía ser precaria para un hombre de mediana edad casado y con cuatro hijos. Gustav era un artesano con talento, pero no un empresario astuto, aunque siempre se las había arreglado bien. Había nacido en una aldea pequeñísima del reino histórico de Galitzia, una provincia del Imperio austrohúngaro, que hoy se divide entre Polonia y Ucrania. Había ido a Viena a los quince años para ser aprendiz de tapicero y se había instalado allí. En la primavera del año en el que cumplió los veintiuno, lo llamaron al servicio militar y luchó en la Primera Guerra Mundial. Lo hirieron dos veces, recibió una medalla al valor y, cuando terminó la guerra, volvió a Viena para retomar su humilde oficio y llegó a ser maestro artesano. Se había casado con una chica, Tini, durante la guerra y juntos habían criado a cuatro hijos felices y buenos. Y esa era la vida de Gustav: una vida modesta y de trabajo duro; y, si no era completamente feliz, por lo menos tendía a ser alegre.

Un zumbido de aviones le interrumpió los pensamientos; crecía y se apagaba como si estuvieran sobrevolando la ciudad en círculos. Movido por la curiosidad, dejó las herramientas y salió a la calle. Im Werd era una calle concurrida, ruidosa por los golpes de los cascos de los caballos, el traqueteo de los carros y el rugido de los camiones, de ambiente cargado por el olor a humanidad, vapores y excrementos de caballo. Durante un momento de confusión, a Gustav le pareció que estaba nevando –¡en marzo!–, pero era una tormenta de papeles que caían revoloteando del cielo y se posaban en el empedrado y los puestos del Karmelitermarkt. Agarró uno.

¡PUEBLO DE AUSTRIA!

Por primera vez en la historia de nuestra nación, el liderazgo del Estado necesita un compromiso claro con la patria (…)

Propaganda para la votación del domingo. Todo el país hablaba de ello y todo el mundo los observaba. Era un acontecimiento importante para todos los hombres, mujeres y niños de Austria, pero para Gustav, como judío, era de vital importancia: el país decidiría si Austria seguía siendo independiente de la tiranía alemana.

Hacía cinco años que la Alemania nazi miraba hambrienta desde el otro lado de la frontera a sus vecinos austriacos. Adolf Hitler, austriaco de nacimiento, estaba obsesionado con la idea de hacer que su país de nacimiento pasara a formar parte del Imperio alemán. Aunque Austria tenía sus nazis autóctonos, deseosos de que tuviera lugar la unificación, la mayoría de los austriacos se oponían. El canciller Kurt Schuschnigg recibía presiones para darles puestos del Gobierno a miembros del partido nazi y Hitler amenazaba con consecuencias nefastas si no cedía a la presión: obligaría a Schuschnigg a dimitir y lo sustituiría por un títere nazi; a continuación, se produciría la unificación y Austria sería engullida por Alemania. Los 183 mil judíos del país contemplaban esta posibilidad con pavor.

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▲ Jeremy Dronfield en imagen incluida en el libro.Foto cortesía de Planeta
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El mundo estaba muy pendiente de los resultados. En un intento final desesperado, Schuschnigg había anunciado un plebiscito –un referéndum– mediante el cual el pueblo de Austria decidiría por sí mismo si quería conservar la independencia. Había sido una acción valiente, puesto que el predecesor de Schuschnigg había sido asesinado durante un intento fallido de golpe de Estado nazi y, en ese momento, Hitler estaba decidido a hacer lo que fuera necesario para evitar que se llevara a cabo el referéndum. Se había fijado la fecha para el domingo 13 de marzo de 1938.

Había eslóganes nacionalistas (‘‘¡Sí a la independencia!’’) pegados y pintados por todas las paredes y suelos. Y ese día, estando a nada de la votación, había aviones rociando Viena con la propaganda de Schuschnigg. Gustav volvió a mirar el folleto.

(…) ¡Por una Austria libre y alemana, independiente y social, cristiana y unida! Por la paz, el trabajo y los mismos derechos para todos los que profesen lealtad al pueblo y a la patria.

(…) El mundo ha de ver nuestra voluntad de vivir. Por ello, pueblo de Austria, ¡levántate como un solo hombre y vota sí!

Esas palabras enardecedoras albergaban significados contradictorios para los judíos, que tenían sus propias ideas sobre el patriotismo germánico. Gustav, que estaba enormemente orgulloso del servicio que había prestado a su país durante la Primera Guerra Mundial, se consideraba austriaco en primer lugar y judío después. Sin embargo, estaba excluido del ideal de cristiano alemán de Schuschnigg. También tenía reservas acerca de su Gobierno austrofascista. Gustav había militado en el Partido Socialdemócrata de Austria. Con el ascenso de los austrofascistas en 1934, el partido había sido reprimido con violencia e ilegalizado (junto con el partido nazi).

No obstante, para los judíos de Austria, en ese momento, cualquier cosa era preferible a la persecución pública que tenía lugar en Alemania. El periódico judío Die Stimme traía este titular en la edición del día: ‘‘¡Nosotros apoyamos a Austria! ¡Todo el mundo a las urnas!’’ El periódico ortodoxo Jüdische Presse hacía el mismo llamamiento: ‘‘Los judíos de Austria no han de cumplir con ningún requisito especial para acudir a las urnas en masa. Ya saben lo que eso significa. ¡Todo el mundo debe cumplir con su deber!’’

Por medios secretos, Hitler había amenazado a Schuschnigg con que, si no desconvocaba el plebiscito, Alemania tomaría medidas para que no se llevara a cabo. En ese mismo momento, mientras Gustav estaba parado en la calle leyendo el folleto, las tropas alemanas se concentraban en la frontera.

Después de echarse un vistazo en el espejo, Tini Kleinmann se alisó el abrigo con unos golpecitos, agarró la bolsa dela compra y su bolso, salió del departamento y despertó los ecos de la escalera con sus taconcitos repiqueteando con brío por los peldaños. Encontró a Gustav de pie en la calle, delante de su taller, que estaba en la planta baja del edificio donde vivían. Tenía un folleto en las manos y la calle estaba llena de ellos:en los árboles, en los tejados… Por todas partes. Lo miró y se estremeció. Tini tenía un presentimiento sobre ese tema que el optimista de Gustav no compartía. Él siempre pensaba que las cosas saldrían bien; era, a la vez, su fortaleza y su debilidad.

Tini caminó con paso enérgico por los adoquines hacia el mercado. Muchos de los dueños de los puestos eran campesinos pobres que iban cada mañana a vender sus productos junto a los comerciantes vieneses. Un buen número de estos últimos eran judíos; de hecho, más de la mitad de los comercios de la ciudad pertenecían a judíos, especialmente en esa zona. Los nazis de la ciudad aprovechaban este hecho para sembrar el antisemitismo entre los trabajadores que sufrían por la depresión económica, como si los judíos no la estuvieran sufriendo también (...)