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El otro quinto centenario
D

e todos los encuentros habidos durante el mal llamado encuentro de dos mundos, el año uno Caña trajo al altéptl de los mexicanos la funesta columna de soldados encabezados por el ambicioso capitán Hernán Cortés. Ese fue El Encuentro. Ya de tiempo atrás llegaban noticias de extraños muy extraños que bajaban de castillos flotantes llevando mucho fierro y hablando incomprensiblemente. Trajeron con ellos numerosos venados gigantes que los recién llegados por las llanuras del agua montaban para avanzar por los caminos. Aupados en aquellas bestias inusitadas, los recién llegados lucían más altos que los naturales; sí lo eran, pero no tanto como parecía.

Hubo señales terribles. Acerca de ellas se inauguró la exposición temporal Tetzahuitl: los presagios de la conquista de México en el museo del Templo Mayor, el 8 de noviembre, al quinto centena-rio del día que los expansionistas de ultramar toparon con los expansionistas principa-les de estas tierras, los mexicas del altiplano, constructores de la todavía joven ciudad de Tenochtitlan, espléndida a un grado que cuesta imaginar, por mucho que se conozcan relatos, testimonios, mapas y códices pintados. Vaya momento. Uno de los de a caballo, que resultaría ser el mejor escritor entre todos los presentes, muestra tanta maravilla como los locales, sólo que al redactar sus memorias, y conociendo el desenlace, transmite el inconfundible brillo de la victoria: Por las grandes torres y edificios que tenían dentro del agua y to-dos de cal y canto y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello. No sé cómo lo cuento, ver cosas nunca oídas, ni aún soñadas como veíamos.

Bernal Díaz del Castillo, de cuya existencia hoy se duda (si Chiristian Duverger tuviera la razón, resultaría ser no otro que Cortés, convertido en el heterónimo más extraordinario de la historia, capaz de desdoblarse así luego de doblegar una mitad distante de la Tierra). Sí, debió ser un portento todo. El lugar, ese lago único en el mundo, Venecia de agua dulce poblada de patos, canoas (palabra aprendida por Cristóbal Colón de los taínos) y milpas flotantes; las personas, ataviadas unas con belleza y colorido, y las otras con la dureza del espanto; ese valle de nunca jamás, la región más transparente del aire que diría más adelante el barón De Humboldt.

Un mundo en sí complejo, violento, gobernado por pasiones shakesperianas y sometido a presagios terribles de mucho temer, Tenochtitlan en 1519 era el centro de un imperio nuevo enclavado en un continente de civilizaciones antiguas no imaginadas por los europeos. Se registraron presagios, como había acontecido con la caída de Tula. Fuegos en el cielo, incendios, enfermedades repentinas. Escribe Miguel Pastrana Flores que, en la historiografía náhuatl, los tetzahuitl son parte fundamental de la dinámica de la historia indígena, y plantea que es, al mismo tiempo, prodigio, anuncio funesto del porvenir y causa de los eventos que anuncia. Tetzahuitl, concepto evanescente, designa manifestaciones portentosas y sobrehumanas que marcan cambios de toda índole y distinta profundidad en la vida individual y colectiva. Se le ha traducido como abusión, agüero, augurio, prodigio, portento, presagio, pronóstico, maravilla, señal, escándalo y espanto. Sin embargo, apunta Pastrana, ninguno de estos términos castellanos comprende por completo el amplio campo semántico del vocablo náhuatl.

Una manifestación de los dioses nahuas que rompe el orden habitual y cotidiano del mundo para anunciar y provocar acontecimientos futuros generalmente de carácter negativo; por ello suelen causar temor, espanto y asombro. Los tetzahuitl acontecen en la vida de los humildes macehuales, o en cambios políticos, sociales e históricos de mayor envergadura. En el primer caso pueden ser relativamente sencillos, como la infestación de ratones en una casa común que pueden anunciar la enfermedad y la muerte de sus ocupantes, mientras que en el segundo caso son imponentes, como la aparición de un fuego en el cielo nocturno de forma piramidal que se observa durante semanas, el cual prefigura la destrucción de ciudades enteras. (La idea de tetzahuitl en la historiografía novohispana. De la tradición náhuatl a la Ilustración. Estudios de cultura náhuatl, 47, enero-junio de 2014.)

El asunto da para más. De momento, si el lector desea ilustrarse sobre el acontecimiento –más allá de la selfi de dos descendientes de Cortés y Moctezuma dándose un abrazo hipócrita en el lugar donde la tradición ubica la llegada de los intrusos– debe buscar la revista Arqueología Mexicana, 169 (noviembre-diciembre de 2019), radiografía de lo que eran estos mundos en 1519. Pero hay una protagonista fundamental de quien apenas ahora se habla con el interés y respeto que merece. (Continuará).