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Nosotros ya no somos los mismos

Desayuno galáctico

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▲ El general Carlos Gaytán Ochoa, en imagen de abril de 2006, causó polémica al ser orador en el desayuno de las fuerzas armadas del 22 de octubre, sin saberse quién lo nombró para hacer la alocución.Foto María Meléndrez Parada
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on un retraso que a cualquier señorita, habitué de las páginas de esa publicación imaginativamente llamada ¡Hola! le hubiera provocado un soponcio, telele o supiritaco así, conocimos la casi totalidad de los mexicanos la noticia de la celebración de un desayuno que, de haber sido cubierto por la revista antes mencionada, de seguro habría iniciado la reseña más o menos así: “El pasado 22 de octubre se llevó a cabo el más luminoso breakfast al que hemos asistido. No vacilaría en calificarlo de ‘galáctico’. O qué, ¿una galaxia no es precisamente una enorme conjunción de estrellas? Pues eso precisamente fue el desayuno al que hago referencia: las más refulgentes estrellas del universo castrense –diría la alambicada cronista– estaban allí presentes”. Y puede que agregara: un espectáculo igual no se vería en ninguno de los dos importantes observatorios astronómicos del país: San Pedro Mártir en Ensenada, BC, o el de Tonantzintla, Puebla, y ya encarrerada en la exaltación, culminaría: tal vez ni en el del Llano de Chajnantor, al norte de la República de Chile, considerado de los más importantes del mundo.

Y es que tan sólo el alto mando, o sea el general secretario de las fuerzas armadas, aportaba cuatro estrellas; los generales de división, de brigada y los brigadieres, tres, dos y una, respectivamente. Ante tanto resplandor, suena irónico decir que quien brillaba por su ausencia era el mando supremo de esas fuerzas, el titular único del Poder Ejecutivo, el ciudadano Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.

Fue el día 30 de octubre cuando tuve la primera noticia del convivio que nos ocupa, también la primera sorpresa y una desazón demasiado tempranera. De inmediato revisé diversos diarios y monitoreé los noticieros de los canales 1 al 4, luego el 11 y el 120. No había duda: para la prensa escrita y electrónica el desayuno y lo allí acontecido les había pasado de noche (pese a ser un desayuno). De pronto descubro en La Jornada de ese 30 de octubre que el mañanero ágape al que aquí se hace referencia se había llevado a cabo no la víspera (día 29), sino el 22, es decir ocho días atrás. ¿Cómo explicarse que, pese a la trascendencia e inevitables repercusiones del evento, éste hubiera permanecido ignorado u oculto para todos los profesionales de la información y, además, a salvo –¡quién lo creyera!– de la mínima filtración durante tanto tiempo? Pensemos nada más en el calibre (en un buen sentido) de los convocantes, asistentes, orador designado y, por supuesto, la inusitada catilinaria que constituyó su alocución. ¿Cómo fue posible preservar esta absoluta secrecía que haría enrojecer de envidia no solamente a los sicilianos más fundamentalistas en el código de la Omertá, sino a los monjes cartujos, cuya devoción distintiva es la guarda más absoluta del silencio?

Para el día siguiente de la primicia de este diario, medios formales y redes sociales que, ante el desconocimiento de lo ocurrido habían permanecido marginados y silentes durante una semana, ahora, para reponerse ante la opinión pública, elaboraban todas las hipótesis posibles, aunque fueran tan descabelladas como hablar de una evidente conspiración dentro de las fuerzas armadas para destituir al Presidente.

La presunción de una conjura se cae a las primeras: éstas no se gestan a la luz del día y frente a una amplia audiencia, así sea de abiertos simpatizantes. En el mensaje del 22 de octubre se utilizaron bocinas y altavoces de alta capacidad de manera que contenidos, como los emitidos por el Papa, tuvieran esa dimensión: urbi et orbi, merced a que la tribuna era, sin duda alguna, la mejor atalaya posible. Todo lo que desde ella se diga, para bien o para mal, inevitablemente provoca que retiemble en sus centros la tierra.

Este asunto no termina, por lo contrario, apenas comienza. Me urge analizar, por ejemplo, quién eligió al orador. ¿Él lo solicitó? ¿Alguien lo recomendó a quien decidía la designación? ¿Fue decisión personal de quien podía escoger y nombrar? ¿Tal como demanda una elemental cortesía y una regla política no escrita, el orador presentó previamente, a quien le otorgó la representación de la institución, el proyecto de mensaje que había pensado trasmitir? Ésta y otras cuestiones analicémoslas la próxima semana.

Por fin, el viernes pasado el cardenal protodiácono, uno de los 15 que integran la Junta de Gobierno de la UNAM, pronunció las palabras consagratorias: annuntio vobis gaudium magnum (les anuncio con gran gozo): ¡habemus rector! La designación no causó la menor sorpresa, estaba más cantada que el knockout del Canelo y la elección de la señora Piedra Ibarra. Ahora se inicia para el doctor Graue la cuenta definitiva. Los rounds que le esperan no son 12, sino cuatro, pero cada uno dura un año y no tres minutos. También dentro de ocho días le recordaremos al nuevo rector lo que opinaba el candidato Graue cuando andaba en campaña. Si mantiene en pie su voluntad, habrá de lograr lo ofrecido, porque todos lo que amamos a nuestra Casa Común habremos de meter el hombro para apoyarlo sin reservas ni condición.

Twitter: @ortiztejeda