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Puntos sobre las íes (cxv)

Recuerdos y empresarios

Q

ue sangrón es Don Espacio

En el anterior capítulo, número 114, Conchita, tan certera como siempre, se refería al toro de la fantasía que, en un momento embiste maravillosamente y en el otro no tiene lidia posible. Ahí está más cerca la enfermería que la autoridad.

Se siente una torpeza que hace imposible mover los brazos o saltar una barrera… ¿Dónde quedaría la ligereza con que saltó de la cama para vestirse? Los trajes resultan pesados y, si por casualidad, se está a caballo ¡cuántas veces los estribos parecen estar demasiado largos o extremadamente cortos!

Entra la gente por todos lados; pasan amigos y periodistas deseando suerte. Llevan almohadillas y puros, conversan animadamente con gestos largos y despreocupados. Y los toreros, que apenas si pueden extender la mano para saludar, ¡con qué alivio ven partir a los amigos! Y no digo nada de los íntimos que aparecen siempre. La música lejana toca un pasodoble, llegan los fotógrafos y van completándose las cuadrillas. Algunos fuman, otros bromean. Los hay callados, como Manolete, impasibles como Armillita y bromistas como Balderas. Pero nunca faltan los momentos de silencio, cuando apenas se oyen las espuelas de los picadores contra el hierro de los estribos y el cascabeleo de las mulillas inquietas. Los monosabios se mueven por todos lados; son los únicos que permanecen ágiles.

Mientras tanto, en la capilla, un pequeño oasis de tranquilidad. Arde una lamparita entre el susurro de trajes de seda y el suave caminar de unas zapatillas que se paran un momento frente a la imagen.

En algún rincón de la plaza está presente un sacerdote. Sin su presencia no hay corrida. Y muy solos, en la enfermería, los médicos colocan su instrumental. Todo tiene que estar preparado por si el torero llega con vida: la anestesia, la coramina, las jeringas.

Al salir de la enfermería, los médicos se quitan las batas blancas, tan acogedoras y amigas frente a los ojos de un torero herido y tan aterradoras para un diestro en el patio de cuadrillas. Debería ser tranquilizador saber que hay médicos, pero sucede lo contrario. Antes de la corrida nadie quiere saber de heridas; por eso hay tantas plazas sin asistencias y mueren tantos toreros.

Cuando un toro cárdeno, escurrido de carnes y feo, herrado con el número 3, cogió mortalmente a Carnicerito de México, éste saltó la barrera con la extraordinaria fuerza que le caracterizaba y cayendo junto a mí regó el ruedo y el callejón con su sangre.

–Conchita –dijo horrorizado– ¡me ha matado!

Quitándome los zajones, le amarré con sus correas la pierna destrozada. Varios espectadores, un amigo –Martiño Ribeiro–y un bombero le cogieron en brazos y fuimos corriendo a la enfermería, pero en la plaza de toros de Vila Vicosa no había tal. Empezó entonces la tragedia que acabó a las siete y media de la mañana con la muerte del valiente y simpático matador de toros.

Le acompañé siempre, pues él no conocía a nadie en aquella tierra. Tres bomberos, dos curiosos y yo hicimos una carrera dantesca por el empolvado camino que nos llevaría al hospital. Corriendo entre coches parados cuyos dueños estaban cómodamente instalados en el tendido, ignorando lo que pasaba fuera del ruedo, llevábamos en una hamaca sobre ruedas la figura ensangrentada de un torero vestido de luces. Mientras corríamos a su lado, yo rezaba con él para darle las esperanzas que perdió desde el primer instante.

–¡Quiero morir en mi tierra! –decía– Ver el cielo de México y dejan que me muera así!

¡Qué minutos aquellos que parecieron horas, cuando sobre mis manos, adormecidas de la presión de las correas de los zajones, corría a chorros la sangre de tan generoso compañero! ¡Qué espantosa sensación de inutilidad ante la impotencia para contener la hemorragia!

Por fin, el hospital, ¡gracias a Dios! Aparecieron los médicos y se le hizo una operación de urgencia, pero no había la sangre para la necesarísima transfusión. Estaba muy mal, en estado de shock gravísimo.

(Continuará) (AAB)