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l 15 de septiembre se acostumbra dar el grito con una expresión que se ha vuelto clásica: Los héroes que nos dieron patria. Es importante preguntarnos a quién se la dieron y qué fue lo que dieron.

En la compleja gesta que llamamos Independencia participaron pueblos que habían existido desde tiempo inmemorial y representaban dos terceras partes de la población que habitaba la Nueva España. No luchaban por lo mismo que los criollos, que en su mayoría buscaban heredar la dominación española. Luchaban contra quienes los habían oprimido por tres siglos.

En 1824, cuando los padres de la patria se dirigieron a los flamantes mexicanos para darles a conocer la Constitución que creaba el nuevo Estado-nación, el discurso oficial incluyó un exhorto: Si en todos nuestros pasos nos hemos propuesto por modelo la república feliz de los Estados Unidos del Norte, imitémoslos en la prudencia, con que se han conducido en posición muy parecida a la nuestra. Advirtieron que necesitaríamos un mayor esfuerzo, por desafíos como la corrupción que nos han dejado por herencia nuestros anteriores gobiernos, pero con prudencia podría llegarse por fin al templo de la felicidad, de la gloria y el reposo.

En esa Constitución aquellos pueblos sólo aparecen una vez, cuando se faculta al Congreso “para arreglar el comercio con naciones extranjeras… y tribus de los indios”. Se estableció así la tradición que ha marcado la historia entera del país. Sus pueblos originarios son tratados como extranjeros.

Años después, los padres de la patria propusieron imitar a los vecinos del norte en el trato a esos pueblos: exterminarlos o confinarlos en reservaciones. La propuesta no prosperó, pero tampoco se adoptó una política de convivencia. Se decidió educarlos… para que dejaran de ser lo que eran. Culturicidio en vez de genocidio. El sistema educativo se empleó desde entonces para desindianizar a los indios. Lo ha hecho con muchos millones.

Se celebra continuamente al Juárez que enfrentó valientemente la intervención estadunidense, al que separó la Iglesia del Estado, al Juárez austero y republicano. Pocas veces se recuerda que sus reformas, concebidas desde el ideal estadunidense de la pequeña propiedad, negaron la propiedad comunal. Prepararon el terreno para que esos pueblos perdieran cuanto habían podido arrancar a la corona española y se convirtieran en semiesclavos de los hacendados porfirianos.

Estuvieron en la Revolución. Sus ejércitos rodeaban a los constituyentes, que no podían dejar de escucharlos. Pero no les fue mucho mejor. Se reconoció que tenían derechos sobre tierras que ocupaban desde antes de que existiera la nación que reivindicaba ser dueña de todo el territorio nacional, pero el reconocimiento ha sido siempre motivo de conflicto. Cárdenas no supo cómo hacerlo. O no quiso. Durante su gestión, cuando se entregó a los campesinos la mitad de la tierra arable del país en ejidos o pequeñas propiedades, no se reconoció una sola hectárea de aquellos pueblos.

Cárdenas definió una posición que ha caracterizado siempre a los gobiernos mexicanos: No se trata de indigenizar México, sino de mexicanizar a los indios. La expresión significa negar lo que son, su ser propio, el que los distingue y caracteriza, para instalar en su lugar una condición que no tiene más definición precisa que la burocrática. La permanente campaña para forjar amor a la patria en la población, que empieza desde los primeros años de escuela, no logra pasar de algunos símbolos, como la bandera, y de elementos vergonzosos, como el himno, pero consigue que muchas personas adquieran reverencia por la estructura que las oprime. Aprenden a amar sus cadenas.

Todo esto permite entender por qué aquellos pueblos sostienen ahora con firmeza: No somos la raíz de México, somos su negación constante. Quienes han sido siempre negados por las instituciones del Estado-nación, diseñado como la forma política del capitalismo y en abierta decadencia, argumentan con buen fundamento que son naciones sin Estado. Ya no quieren seguir siendo usados como una reserva folklórica que justifica cultural y espiritualmente al Estado mexicano, como explica con toda razón Yasnaya Aguilar. Para ella, hubo sin duda razones históricas y políticas para que en 1996 el Congreso Nacional Indígena adoptara el lema Nunca más un México sin nosotros. Resistían el hecho de que todos los proyectos del país, todos los esfuerzos de construirlo como una entidad, se basaron en la negación sistemática de sus pueblos originarios. Ahora dan otro paso. Como dice Yasnaya, se afirman en su propia tradición, se construyen, con matriotismo, como un nosotros sin México.

La Cuarta Transformación se apega con claridad a la tradición de las tres primeras. Pero los pueblos contra los que se dirige el amestizamiento colonial y opresor siguen decididos a defender lo que son y lo que tienen. Con ellos, al menos, no pasará.