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Asesinatos en la 4T
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as pruebas son aplastantes: videos, fotos, documentos y testimonios recopilados por el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo (CDHNL) indican que lo ocurrido la mañana del 5 de septiembre en la colonia Valles Anáhuac de esa ciudad fronteriza no fue un enfrentamiento entre policías estatales y sicarios del cártel del Noreste, como lo afirma la versión oficial del gobierno de Tamaulipas, sino un montaje para ocultar ocho asesinatos. Fuerzas especiales de la Secretaría de Seguridad Pública estatal (Centro de Análisis, Información y Estudios de Tamaulipas, Caiet) habrían capturado en distintos domicilios, torturado, disfrazado y ejecutado a cinco hombres y tres mujeres, preparado la escenografía del enfrentamiento y remolcado hasta allí una camioneta blindada para colocar en el asiento del conductor el cuerpo de una de las víctimas, para hacer parecer que cayó abatido cuando manejaba y disparaba al mismo tiempo.

Los señalamientos principales apuntan a policías estatales, pero el CDHNL se refirió a un grado de complicidad de efectivos militares, en la medida en que tropas del Ejército acordonaron el área donde habría tenido lugar el supuesto combate y, según algunos testimonios, escoltaron a la grúa que transportó el vehículo usado en el montaje: la institución armada, dice el comunicado del grupo humanitario, nos debe una explicación de por qué presenció un acto de barbarie y no intervino ni lo impidió.

Fuentes de la Sedena citadas por La Jornada negaron que sus efectivos hubiesen participado en los hechos, aseguraron que acudieron al lugar en respuesta al llamado de alerta de las autoridades municipales y se limitaron a establecer un cerco para facilitar el trabajo de los cuerpos de rescate y dijeron que el personal militar que participó en esa acción estará a disposición de la procuraduría tamaulipeca. Por su parte, la SSP local suspendió temporalmente de sus funciones a los elementos policiales que habrían participado en el episodio.

Entre las cosas odiosas en las que se ha visto involucrada alguna autoridad de cualquier nivel en los pasados nueve meses en el país, ésta sería, de comprobarse el crimen múltiple y la falsificación, la más agraviante y sórdida, así como la más grave manifestación transexenal de la barbarie que desató Felipe Calderón y que continuó Enrique Peña: el 5 de septiembre en Nuevo Laredo se habría abierto una ventana para observar la realidad heredada de descomposición en las fuerzas policiales, la consiguiente indefensión de los ciudadanos y el desprecio a la vida y la lógica de impunidad como hábitos mentales presentes, por desgracia, en buena parte de las corporaciones del orden público y en las instancias de procuración.

Es descorazonador preguntarse cuántos como los ex comandantes de las policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco; cuántos cómo Tomás Zerón, el ex jefe de la Agencia de Investigación Criminal de la desaparecida PGR, y cuántos como el recientemente removido fiscal de Veracruz, Jorge Winckler, permanecen enquistados en los cuerpos policiales estatales y municipales y en la federal, en los ministerios públicos y las fiscalías. Con funcionarios de esa clase en activo la pacificación del país no parece viable, y salta a la vista la enormidad del trabajo de depuración que se requiere y el tiempo que va a tomar.

En lo inmediato, y ante la manifiesta imposibilidad de esclarecer todos los casos graves de violaciones a los derechos humanos perpetradas en los sexenios anteriores, el gobierno de la Cuarta Transformación se ha planteado actuar con cero tolerancia ante nuevos abusos y conducir a las fuerzas del orden a comportarse con respeto irrestricto a las garantías individuales. La posible masacre de Nuevo Laredo debe dar pie, en esta perspectiva, a un deslinde tajante e inequívoco con respecto al encubrimiento regular de los responsables de atropellos que se practicó en el calderonato y en el peñato: es obligado el esclarecimiento pleno y transparente del episodio, así como la imputación sólida a quienes resultaran responsables.

Pero en rigor la mayor parte de esa tarea escapa al ámbito y las facultades del Ejecutivo federal: corresponde, en primer lugar, a la fiscalía tamaulipeca y más temprano que tarde a la Fiscalía General de la República, encabezada por Alejandro Gertz Manero, la cual estaría obligada a ejercer su facultad de atracción; hay sobradas razones para ello, como la sospecha de delincuencia organizada y el empleo de armas exclusivas de las fuerzas armadas. El desempeño de esa institución en el caso de Iguala no ha sido hasta ahora satisfactorio, como lo señalan los familiares de los 43 normalistas aún desaparecidos. Ahora el sórdido episodio de Nuevo Laredo coloca a la FGR en la necesidad ineludible de ponerse a la altura de sus obligaciones en los nuevos tiempos que vive el país.

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