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Celso y su barrio
S

ólo me referiré brevemente a lo que todo mundo sabe o bien puede consultar en Internet. A su muerte temprana, Celso Piña dejó un valioso patrimonio cultural grabado en sus adaptaciones de la música del norte de México, de la colombiana y de otras latitudes al acordeón que tocó con la magia que tantos sintieron como un llamado al alborozo de cuerpo y alma. Así fue desde niño este ejemplar artista. Donde el regiomontano se paraba a ejecutar su instrumento, a cantar y bailar dejaba constancia, en el enjambre de músicos populares, de que el estilo es el hombre (no sin su circunstancia).

La circunstancia social, aquella en la que Celso crece y se desarrolla como un músico apelando a la autodidaxia, es la de su barrio y los barrios aledaños que son extensiones del antiguo barrio San Luisito, ahora la popular colonia Independencia. Ese barrio fue asiento de los campesinos que vinieron del antiguo norte de México –sobre todo de San Luis Potosí– para convertirse en obreros de las primeras fundidoras de Monterrey a fines del siglo XIX y principios del XX.

A los miembros de las familias de esos braceros se los veía como ahora se ve a los migrantes centroamericanos: eran “los otros, los de fuera, los que no son regiomontanos, aquellos que tendrían que esperar mucho tiempo para poder expresar su “orgullo de ser del norte, del mero San Luisito porque –alguien ya lo olvidó– de ahí es Monterrey”, dice el historiador César Morado Macías. “El desarraigo fue su divisa de identidad y fueron de algún modo confinados a una suerte de ghetto al sur de la ciudad”, apunta el también historiador Jesús Ávila.

Con el tiempo, ese ghetto llegó a ser el barrio popular por antonomasia de Monterrey. Han pasado más de 100 años, y en cierta forma a sus habitantes se los sigue viendo igual, salvo cuando su talento los convierte en estrellas del espectáculo o bien destacan en ciertos oficios y profesiones. Es este el tema que quiero abordar. A ese tipo de barrios se los ha convertido en referencia pintoresca llamándolos barrios bravos para no tener que preocuparse mayormente por ellos. La colonia Independencia es un ejemplo de ello.

En 2010 se celebraba el bicentenario de la independencia nacional. Al gobierno del enriquecido Rodrigo Medina, que no tenía nada previsto para la efeméride, se le hizo llegar un proyecto de rehabilitación urbana y cultural con la participación de los habitantes del lugar. Más tarde, un funcionario le hizo saber a su autor que el gobierno tenía el propósito de invitarlo a participar en el área cultural de un programa destinado a la colonia Independencia. En eso quedó todo; al programa se lo redujo a cualquier cosa acompañada de una suerte de academia de box.

Causa indignación el hecho de que presidentes municipales, gobernadores, en fin, jefes de alguno de los órdenes de gobierno sólo atiendan aquellos asuntos donde perciben que pueden obtener un lucro. No se requiere de mayor inversión para beneficiar a las comunidades a las que se estigmatiza por su pobreza y los fenómenos de violencia a los cuales da lugar. Y vaya que la violencia ha crecido en Nuevo León con el actual gobierno a un grado de terror social.

En este espacio he consignado la labor desarrollada por la Facultad de Música de la Universidad Autónoma de Nuevo León, que ha creado numerosos grupos musicales integrados por niños y jóvenes originarios de barrios como el del Cerro de la Campana, lugar de origen de Celso Piña. A quienes me han querido oír –y al cabo desoír– en los municipios del área metropolitana de Monterrey les he hablado sobre los logros sociales y culturales que se podría conseguir organizando a las iglesias para que éstas puedan integrar permanentemente coros y ensambles musicales. Ya era hora de que en las bibliotecas municipales y en la del estado se hubiese establecido el préstamo de instrumentos musicales como existen, por ejemplo, en la Biblioteca Vasconcelos, enclavada en uno de esos barrios bravos de la Ciudad de México. Un acuerdo con los empresarios que se benefician de los brazos de la comunidad pudiera resultar en su colaboración para crear espacios e impulsar prácticas semejantes. ¿O sólo vale ponerse de acuerdo con ellos para que se sigan enriqueciendo? Etcétera.

Urge la organización de prácticas musicales, ecológicas, de ajedrez (¿no viajan muchos de nuestros funcionarios y empresarios, aquellos que proveen a los gobiernos de materiales para las obras públicas, a ciudades como Nueva York donde las mesas de ajedrez forman parte del Central Park y otros centros ecológicos y culturales de la ciudad?), de danza, de pintura (actualizar de alguna manera las escuelas al aire libre donde se formaron muchos de los artistas mexicanos que han alcanzado reconocimiento internacional), de otras artes y de saberes para encauzar a la niñez y la juventud hacia horizontes de realización personal que puedan, además, contribuir si no a erradicar sí a disminuir los índices delictivos. Es este un aspecto de la política pública vinculada a la cultura que los gobiernos debieran entre las prioridades de su agenda.