Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de agosto de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La tormenta y la calma
E

n los últimos días hemos pasado revista a la información más reciente y actual sobre nuestra inveterada cuestión social. En particular, hemos asistido a las evidencias de su necedad que se expresa en la persistencia de la pobreza y la vulnerabilidad de las mayorías y en una desigualdad que no se conmueve por nada.

Ni los discursos ni los muchos proyectos, siempre magros, para corregir ambas lacras han obtenido avances significativos. Se logró, me dicen los que saben de esto, evitar que el empobrecimiento nos devastara, pero no que la pobreza se urbanizara hasta determinar los principales rasgos de nuestra vida cotidiana. Lo mismo puede decirse de la desigualdad económica, de oportunidades y resultados, que sigue condicionando los peores modos de una lucha que no termina.

México se ha corroído por una subterránea pugna distributiva a la que, por desgracia, se le despojó de los mecanismos clásicos para desenvolverse, encauzarse, modularse. En aras de la modernización y del cambio de las estructuras económicas e institucionales fundamentales, se clausuró la lucha económica de clases que tanto Carranza como Cárdenas habían enaltecido y visto como virtud de la Revolución Mexicana y la República; en tanto que los principales conductos inventados para dar cauce y forma civilizada a la desigualdad original y heredada de la Colonia fueron hechos a un lado por la marcha modernizadora.

Así, la desigualdad se implantó como una costumbre nacional y la precariedad laboral y salarial, la informalidad y la impotencia litigiosa de los trabajadores se volvió mala cultura y peor educación, costumbre nefasta cuyos frutos económicos se disuelven en la inutilidad política, la postración de comunidades y el encono notable de miles de jóvenes que optan por vivir a salto de mata y no una existencia carente de expectativas.

Las cifras son estrujantes; emblema de un régimen destinado a hacer pronto mutis de nuestro horizonte histórico. Pero ello no excusa a quienes gobiernan, desde cualquiera de los poderes y ámbitos, de hacer bien las cuentas y sopesar lo que este modo decadente de vivir nos heredó de los años de auge, desarrollo y estabilidad. Así como las expectativas que el largo estancamiento mandó a la cuneta, para después hacer lo mismo con el desarrollo y sus potencialidades.

La quema institucional no debe tener lugar en la agenda de transformación en y con democracia con la que se ha comprometido el actual gobierno. No sólo se trata de su divisa maestra de campaña y de su larga marcha por el poder, por el bien de todos, primero los pobres, sino de una auténtica cuestión de seguridad nacional cuya profundización puede poner el peligro al Estado y la democracia que tenemos.

De aquí el valor que debe dársele a un cierto tipo de conservadurismo, filosófico o estratégico, que el presidente López Obrador no parece haber registrado. Este puede verse como un reflejo histórico que puede ponerse en movimiento una vez que se valora lo que contiene. Su bagaje es desde luego constitucional, pero también instrumental. Sobre todo, es de respeto y uso de la cultura, una que se ha forjado a lo largo de la historia, recreada por y en momentos de convulsión, cambio y esperanza, y bien conservada por hombres y mujeres comprometidos con nuestros valores nacionales.