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Lozoya, Rosario y los contrapesos
E

n su propósito de erradicar la corrupción de la administración pública, el gobierno de López Obrador dispone de dos instrumentos institucionales fundamentales: la Secretaría de la Función Pública (SFP), que encabeza Irma Eréndira Sandoval, y la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), que está a cargo de Santiago Nieto Castillo. Ambas dependencias forman parte del gabinete presidencial y se encuentran bajo la autoridad del jefe de Estado.

Otras instancias involucradas de manera protagónica en el combate a la corrupción son la Auditoría Superior de la Federación (ASF), que es un órgano técnico de la Cámara de Diputados –aunque dotado de autonomía técnica y de gestión–, la Fiscalía General de la República –institución constitucional autónoma y de carácter federal que desde el 20 de diciembre del año pasado sustituyó a la antigua Procuraduría General, la cual formaba parte del llamado gabinete legal del Presidente– y, desde luego, las diversas instancias del Poder Judicial, regidas por definición por el principio de separación de poderes.

Las causas judiciales más relevantes en lo que va del sexenio para investigar y sancionar posibles casos de corrupción del pasado reciente –por ejemplo, los procesos legales en contra de Emilio Lozoya y coacusados, y el de Rosario Robles Berlanga y posibles cómplices– se han gestionado en estos cinco ámbitos, los cuales representan, en conjunto, un sistema indiscutible y eficaz de contrapesos institucionales.

En cambio, los contrapesos ideados por el régimen oligárquico, y tan promovidos por quienes se autoproclaman la sociedad civil, no han figurado ni poco ni mucho en la actual batalla contra el cohecho y el robo, el desvío y la malversación de recursos públicos; están agrupados en el Sistema Nacional Anticorrupción –una coordinación creada en el sexenio anterior tras el descubrimiento de la mansión en Las Lomas de Peña Nieto y de su entonces esposa– y conformada por un racimo de membretes burocráticos (Comité Coordinador, Comisión Ejecutiva, Secretaría Ejecutiva, Comité de Participación Ciudadana, Comité Rector del Sistema Nacional de Fiscalización y Sistemas Locales Anticorrupción) con propósitos cosméticos y de colocación laboral privilegiada para amigos y allegados.

El desarrollo de las investigaciones por los cohechos y los desvíos en Pemex y por los vericuetos de la estafa maestra es un ejemplo claro de lo que ha expuesto el actual mandatario en repetidas ocasiones y que se ha tergiversado de mala fe en muchas más: la Presidencia no persigue a nadie pero tampoco encubre. Si existen pesquisas vigentes o si se tiene información de una presunta irregularidad (información procedente, por ejemplo, de la ASF), las instancias del Ejecutivo federal –SFP y UIF– hacen su trabajo y lo turnan a la fiscalía, la cual, en ejercicio de su autonomía, decide si la investigación correspondiente amerita una imputación penal o no, y en caso de que lo amerite presentará la querella ante el organismo jurisdiccional correspondiente, el cual se encargará de determinar la culpabilidad o la inocencia del o de los acusados.

Lo hecho hasta ahora destruye la faceta de la campaña permanente de descrédito de la reacción que hablaba de un pacto de impunidad entre López Obrador y el anterior gobierno priísta y desacredita también la alharaca orquestada desde esa sociedad civil de la derecha por la supuesta falta de contrapesos y por un pretendido ejercicio del poder personalista, autoritario y hasta dictatorial. Lo que se ha visto, por el contrario, es un escrupuloso respeto a la institucionalidad y a las leyes y una disposición a esclarecer, en los casos en los que se pueda, la corrupción monumental de los sexenios anteriores: dos de los presuntos operadores principales de esa corrupción, Lozoya y Robles, enfrentan actualmente acusaciones legales, por más que el primero se encuentre en calidad de prófugo de la justicia.

Se necesita mucha cara dura, por lo demás, para sostener que se ha actuado de manera autoritaria para atropellar los derechos de los referidos y de otros coacusados, habida cuenta que la información que llevó a las imputaciones respectivas no necesariamente provino del Ejecutivo federal sino de una instancia fiscalizadora autónoma del Legislativo, y que la Presidencia no tiene la menor facultad para intervenir en sus procesos. A menos, claro, que se arguyera que el Judicial sigue tan sometido al Ejecutivo como lo estuvo durante los regímenes del PRIAN; pero semejante falacia se cae por sí misma si se observa la cantidad de amparos adversos a la política gubernamental que han cosechado numerosos integrantes de la oligarquía derrotada, desde los que gestionaron Claudio X. González, Gustavo de Hoyos Walter y otros para frenar las obras del nuevo aeropuerto en Santa Lucía, hasta los que gestionó Emilio Zebadúa, operador principal de Rosario Robles, para impedir su detención.

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