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Mar de historias

Eres diferente

A

quella fue una época muy mala. Circulaba la noticia de que la planta lechera iba a cerrar. De ser así muchas familias de San Antonino se verían afectadas, porque al menos uno de sus miembros trabajaba allí. Ese no era el único motivo de inquietud: se había perdido buena parte de la cosecha de garbanzo, el hotel Dorado llevaba tiempo sin recibir huéspedes. Más desempleo. Más angustia y otra vez la pregunta: ¿Qué vamos a hacer? Quizá lo que ya desde mucho antes habían hecho familias enteras: emigrar a la ciudad.

De pronto, cuando menos lo esperábamos y en medio del ambiente más sombrío, aparecieron en el camino rumbo a La Ciega –la antigua mina abandonada– los carromatos en que viajaba la compañía de circo Camarena y sus Estrellas. El simple hecho de verlos nos devolvió algo de la alegría perdida. Los niños corrieron a su encuentro, seguidos por los perros esqueléticos y ladradores, y yo me fui a la casa de Rubí para darle la buena noticia. Esperaba que, después de escucharme, se interesara por asistir a una función de circo. ¿Qué mejor pretexto para abandonar su tenaz encierro? Se había atrincherado en él para no sentir las miradas de curiosidad ni escuchar comentarios acerca de su persona.

Encontré a Rubí zurciendo una falda. Enseguida le informé de la llegada del circo. Muchas veces le había descrito la función improvisada que dos años antes Celedonio, el dueño de Camarena y sus Estrellas, nos había ofrecido en La Ciega. Fue una muestra de agradecimiento porque entre todos lo ayudamos a componer la camioneta en que viajaba con destino a la feria de San Marcos.

Desde luego, no era lo mismo haberle descrito la función a que la viera. Le propuse a Rubí que asistiéramos juntas al circo, pero se negó por la misma razón que rechazaba invitaciones a paseos, al cine o a reuniones familiares: el temor a ser vista de reojo, con curiosidad, como si no fuera una mujer idéntica a las otras –y muy linda por cierto–, sólo que mucho más pequeña, tanto que el día en que la conocí tuve una confusión imperdonable.

II

Los padres de Rubí eran sastres. Trabajaban en el taller que habían montado en una de las habitaciones de su casa. La primera vez que fui a encargarles una compostura, desde la puerta vi a Rubí sentada sobre un bulto de retazos. Pensé que era una muñeca y cuando se levantó para buscar algo me llevé tal sorpresa que estuve a punto de caer. Ya luego, cuando nos hicimos amigas y le confesé mi error de aquella tarde, ella lo tomó como algo muy gracioso.

La familia de Rubí llegó a San Antonino cuando ella era ya una niña de cinco años; linda pero muy pequeña para su edad. Siempre había sido así –dijeron sus padres. En otra ocasión nos contaron que su primo Joaquín, mucho mayor que ella, había sido su padrino de bautismo y para llevarla a la iglesia la había metido en el bolsillo de su saco, pues la bebé era diminuta.

No importaba. Como todos los niños, ya crecería. La ley se cumplió. Rubí fue creciendo de a poquito, un centímetro más demorado que el otro, mientras que en edad iba aumentando por días, lo mismo que la curiosidad que despertaba en todos debido a su pequeño formato. Aun en San Antonino, donde la habíamos visto algunas veces, seguíamos mirándola extrañados y sin acostumbrarnos a su aspecto.

Entre los pueblos vecinos el nuestro se hizo famoso: en ningún otro había una niña tan pequeña como Rubí: 57 centímetros. De recién llegada iban a verla en procesión para sorprenderla a través de una puerta o una ventana abiertas y fotografiarla a escondidas. (Quizá por eso aborrecía las cámaras)

Llegó el momento de que Rubí fuera a la escuela. Sus padres, por temor a que la niña padeciese burlas y comentarios ofensivos, le pidieron a Marcos López, maestro jubilado, que se encargara de darle clases en la casa.

Años después, cuando mi amiga optó por irse del pueblo, me dijo que siempre había considerado errónea aquella decisión de sus padres. Al tomarla, de seguro con las mejores intenciones, la habían hecho sentir que por ser distinta a los demás era una persona débil, vulnerable, una extraña sin cabida en el mundo. En cambio, en el que acababa de elegir iba a igualarse con otros seres –también diferentes y maravillosos– capaces de dar vida al circo y alegría a las personas.

Otra razón de su partida era que deseaba independizarse de sus padres, vivir y ser tratada como adulta, afrontar riesgos, unirse a un compañero y tener una familia. ¿Acaso no tenía derecho a eso, nada más porque era una persona tan pequeña?

III

Todo ocurrió muy de prisa y de la manera más inesperada. Nadie supo qué hablaron entre ellos, el caso es que una tarde, acompañada por sus padres, Rubí se presentó ante Celedonio para decirle que aspiraba a ser miembro de su compañía. Él aceptó de mil amores: con una estrella tan especial y bella en su elenco iba a recuperar plazas y a ganarse nuevas famas. Se irían en cuanto terminara la temporada.

El tiempo se pasó volando y una mañana, sin más ni más, nos encontramos en el camino a La Ciega despidiéndonos de Rubí y arrancándole las promesas que se les arrebatan siempre a los viajeros. Su partida dejó un vacío muy grande en el pueblo.

IV

Al principio Rubí cumplió su juramento de mantenerse en comunicación. A sus padres les escribía constantemente y a nosotros nos enviaba, a lista de correos, postales de las que todos los sanantoninos éramos destinatarios. Las leíamos a coro repetidas veces, con la satisfacción de quien ve realizados los anhelos de felicidad de un ser querido.

Al cabo de unos meses, supongo que agobiados por la soledad y los recuerdos, los padres de Rubí decidieron instalarse en Teherán: pueblo de artesanos y comerciantes. Otra despedida, otro vacío. A partir de ese momento perdimos contacto con Rubí. Por fortuna, no hace mucho volví a verla en una revista de ciencia y tecnología.

En la foto aparece vestida de blanco, de pie sobre un barril, junto a un hombre que mide dos metros de estatura. Están de la mano y sonríen.

Recorté la foto y le puse un marco. Cada vez que la miro recuerdo que la primera vez que vi a Rubí pensé que era una muñeca. Espero que ella no lo haya olvidado y que mi error siga causándole gracia.