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Mar de historias

El señor del perejil

H

uele a desinfectante y a pan. La música ambiental que inunda los pasillos contrasta con el apresuramiento de los cargadores que llevan las mercancías a las bodegas. Una mujer uniformada sigue los movimientos de las demostradoras que empiezan a ocupar los sitios que les tienen asignados. Con gorra, mandil blanco y botas de hule, el pescadero derrocha saludos mientras se dirige a su zona de trabajo: blanca y fría, semejante a un quirófano. Por el altavoz un jefe de sección solicita a un empleado de intendencia. En el área de frutas y verduras, Sandra y Aída conversan mientras retiran los productos marchitos.

Aída (mirando de reojo a su compañera): –¿Por qué tan elegante, chaparrita?

Sandra: –Mi esposo me invitó a comer. Vendrá por mí a las cuatro.

Aída:–Mi hermana Bertha dice que cuando su marido se pone amable o espléndido con ella es porque quiere hacerse perdonar algún abuso. ¿Qué te hizo Julián?

Sandra: –Nada. Me invitó porque hoy es nuestro cuarto aniversario de casados. (Limpia un ramito de acelgas.) Espero que el año que entra ya pueda embarazarme. Mi ilusión es tener un hijo, pero mi esposo quiere dos.

Aída: –¿Niño y niña?

Sandra: –Lo que venga; la cosa es que se acompañen. Julián fue hijo único. Me ha contado que de niño sufrió mucho porque se sentía muy solo, y más después de que falleció su madre.

El gerente, un hombre rollizo y muy pulcro, al pasar junto a las empleadas les ordena menos charla y más trabajo. Ellas saben que él habla en broma, pero guardan silencio y se enfrascan en su actividad. Aída es la primera en retomar la conversación.

Aída: –¿Es bonito estar casada?

Sandra: –Si es con la persona a la que quieres y te respeta, pues sí, y mucho. No imagino cómo sería mi vida sin Julián. (Un joven en camiseta y bermudas se acerca.) ¿Se le ofrece algo?

Joven: –Sí. Mi mujer me encargó que le compre cilantro, pero yo ¡ni madres! No sé cuál es cuál.

Aída:–No se preocupe. Los hombres nunca saben eso. ¿Por qué será?

Sandra (riendo): –Por fortuna, al menos para mí.

II

Sandra se dirige al almacén. Aída la sigue.

Aída: –Vas volando. Espérame.

Sandra: –Necesito ver si ya llegaron los berros, pero además me urge quitarme los zapatos un momentito. Me los puse desde la mañana y ya no aguanto los pies. Debí traerme unos tenis.

Aída (revisa las cajas recién llegadas): –Oye, ¿qué quisiste decir con eso de que es muy bueno que los señores no sepan distinguir entre el cilantro y el perejil?

Sandra: –Porque Julián y yo nos conocimos el día en que él se acercó a preguntarme cuál era la diferencia entre uno y otro. Le dije que el olor y froté unas hojas para que lo notara. Quería cilantro. Se lo di y se fue.

Aída: –Y luego, ¿qué pasó?

Sandra: –Cada que venía al súper tomaba un manojo de cilantro y me lo enseñaba como diciendo: Aprendí bien. Eso era todo. Así pasó varias veces hasta que un domingo, de puro churro, coincidimos en la plaza comercial que está por la unidad donde yo vivía. Jamás iba porque siempre, aunque no quisiera, terminaba comprándome alguna cosa. Aquel día lo hice porque mi madrina me pidió que le comprara un bastón inteligente.

Aída: –Chacho, el bodeguero, le regaló uno a su papá. Dice que es muy práctico porque se dobla en tres, tiene lámpara y muy buen soporte.

Sandra: –Después de que hice mi compra, que por cierto me deprimió un poquito, me puse a ver aparadores. Como ya era tarde y no quería meterme a cocinar me fui a la zona de comida rápida. Todas las mesas estaban ocupadas. Ya me iba cuando de pronto alguien me salió al paso: Si quiere puede sentarse conmigo. ¿Sabes quién era? Mi cliente, el señor del perejil. Acepté sólo porque me moría de hambre.

Aída: –Y también porque desde que lo viste te gustó.

Sandra: –Pues sí, aunque ya no sea tan joven, tiene un atractivo especial.

Aída: –Intimidades no, por favorcito.

Sandra (riendo): –¡Qué boba eres! Déjame seguir. El caso es que mientras comíamos nos pusimos a platicar. Me contó que era viudo, que trabajaba en una fábrica de encajes y que cuando podía iba al gimnasio de la delegación. Por mi parte, le dije que era soltera, que alquilaba un departamento en Lago Gascasónica y tenía esperanzas de poder estudiar algo. Hablando se nos hizo tardísimo.

Aída: –¿Te invitó la comida?

Sandra: –Quiso, pero no acepté, ni tampoco que me acompañara a mi casa. Luego me arrepentí, pero ya ni modo. Esperaba verlo el viernes, cuando siempre hacía sus compras, pero no fue, o al menos yo no lo vi. Reapareció como a las dos semanas y me preguntó si me gustaría que comiéramos el domingo, en el centro comercial. Me pareció buena idea y desde entonces se nos hizo costumbre vernos. Para no hacerte el cuento largo, al poco tiempo me llevó a vivir a su casa. Estuvimos juntados más de un año, pero luego me propuso que nos casáramos. El día de la boda me hizo la broma de que si llegaba a cansarme de él podríamos divorciarnos sin muchos trámites y a buen precio: poco más de ochocientos pesos. (Se interrumpe cuando ve acercarse a un moreno alto y fornido. Por su atuendo –casco amarillo, clavera pendiendo del cinturón y ropas encaladas– deduce que es uno de los obreros que trabajan en la remodelación del establecimiento.) ¿Puedo ayudarte en algo?

Trabajador (observa dos manojos de verdura): –En que me diga cuál de estos es cilantro y cuál es perejil.

Sandra: –Que te lo explique mi compañera, porque estoy muy ocupada. (Mira a Aída, le hace un guiño, le sonríe maliciosa y se aleja.)