18 de mayo de 2019 • Número 140 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

Querétaro, Guanajuato y Estado de México

Ambientalismo contemporáneo
y los territorios indígenas


Peregrinación otomí al Xonthe (cerro Zamorano). Límites de Querétaro y Guanajuato.
Ricardo López Ugalde
Ricardo López Ugalde  Centro INAH Querétaro-PNERIM

La realidad de los pueblos indígenas del centro occidente mexicano muestra los retos que afronta el país en materia de justicia social y participación ciudadana, siendo constante la necesidad de hacer efectivo el reconocimiento a la diversidad cultural en diversos escenarios de gobernabilidad. Actualmente en Querétaro, Guanajuato y el norte del Estado de México están presentes los pueblos ñäñhö (otomíes), ñöhñö (otomí/chichimecas), xi’oi (pames) y teenek (huastecos), quienes históricamente han habitado porciones importantes de dichos estados de la república, incluyendo las principales ciudades de la región, a través de la migración.

La biodiversidad en los territorios históricos de estas etnias constata la larga interacción de los pueblos indígenas con sus entornos, pero también manifiesta una apertura espacial con el involucramiento de capitales privados, organizaciones civiles e injerencias gubernamentales en búsqueda del usufructo, protección y conservación de la naturaleza. Lo anterior se ejemplifica con la yuxtaposición de algunos territorios étnicos queretanos, guanajuatenses y del norte mexiquense con polígonos de protección de la naturaleza en sus diversas categorías, siendo representativos los casos de la Reserva de conservación del Pinal del Zamorano (RCPZ), la Reserva de la biosfera de Sierra Gorda (RBSG), el Paisaje protegido de la Peña de Bernal (PPPB), la Zona protectora forestal de las cuencas de los ríos San Ildefonso, Ñadó, Aculco y Arroyo zarco (ZPFSIÑAA), el Parque estatal Santuario del agua de la presa Ñadó (PESAÑ) y el Parque estatal el Oso bueno (PEOB). Este conjunto de áreas protegidas suma alrededor de 666,382.95 hectáreas categorizadas como espacios para conservar y aprovechar la capa vegetal, el agua y los suelos.

Estos datos pueden ser leídos desde dos ópticas: por una parte, la vorágine conservacionista en el centro occidente de México se proyecta como la consecución de logros estatales para establecer gobernabilidad en el manejo de la naturaleza y la cultura; es decir, lograr puntos de acuerdo y cooperación entre el Estado, comunidades indígenas y en ocasiones empresas, para ofertar la naturaleza; por otro lado, se trata de escenarios inducidos para controlar prácticas socioculturales en hábitats humanos estratégicos. Desde ambas dimensiones, se evidencia la maduración de una política ambiental mexicana encauzada por marcos jurídicos ambientales procedentes de distintos órdenes de gobierno, junto a reglamentos, actores y estrategias de gestión novedosas que en los territorios indígenas implican las decisiones sobre los usos y vocaciones de los recursos naturales y sus estilos de vida. En la zona son evidentes tres órdenes de instrumentos que operan el ambientalismo contemporáneo: las áreas naturales protegidas (ANP), el desarrollismo forestal y los ordenamientos ecológicos.

En las ANP hay dos escenarios poco alentadores: la ausencia de planes de manejo después de varios años de darse los decretos de protección, como ocurrió con Sierra Gorda; y, en los casos donde existen planes de manejo, éstos han sido diseñados desde mecanismos verticales, imponiendo lineamientos, incluso simulando ejercicios consultivos parciales, como ocurrió en la ZPFSIÑAA.

En las comunidades serranas ñäñhö del sur Querétaro y el norte del Estado de México, las ANP coexisten con aprovechamientos forestales y pagos por servicios ambientales hidrológicos de instancias como Conafor, Semarnat y Probosque. En estos ejercicios de conservación y capitalización de la masa forestal, las figuras del ejido y las comunidades agrarias se entrelazan con consejos forestales estatales y municipales, unidades de gestión ambiental y programas sectoriales de turismo que conjuntamente han redefinido los bosques de las zonas comunales en paisajes de reservorios pecuniarios. Los casos representativos de núcleos agrarios como Muytejé, San Joaquín Coscomatepec, San Ildefonso Tultepec, Donicá y San Francisco Shaxní reflejan la inoperancia de la mercantilización de los bosques en términos sociales, cuyos efectos benefician la capacidad de gestión de empresarios regionales o células caciquiles locales, en menoscabo de derramas económicas que realmente garanticen ingresos monetarios comunitarios.

Dichas intervenciones estatales se incorporan a las dinámicas de los pueblos indígenas priorizando vínculos y acuerdos con órganos agraristas que limitan las participaciones comunitarias efectivas de todos los miembros de las comunidades. Así, las relaciones clientelares restringen el involucramiento de avecindados y poblados colindantes, quienes ven limitadas sus posibilidades de usufructuar los bosques y sus bienes, así como de participar de los escasos réditos generados por el mercado forestal regional.

El tercer rubro del ejercicio de la política ambiental en la región se ubica en los ordenamientos ecológicos, esquemas estatales para aplicar la política ambiental. Tanto en estados como en municipios, dichas disposiciones normativas también manifiestan la insuficiente participación de las bases sociales, como ha ocurrido en el semidesierto queretano, con el diseño de unidades de gestiones y manejos ambientales que recurren al criterio administrativo de la microrregión municipal. De ahí que sus mecanismos de diseño focalicen la participación de funcionarios públicos, cargos cívico-administrativos (delegados municipales) y autoridades agrarias (comisariados ejidales o de bienes comunales), reflejando la carencia de ejercicios consultivos que involucren a otros sectores relevantes para las dinámicas territoriales de las comunidades indígenas, como pueden ser los órganos administradores de manantiales, ríos y presas, mayordomías religiosas o cargueros rituales, además de agrupaciones juveniles, de mujeres y migrantes. Estas lógicas socavan la viabilidad de asumir como unidades estratégicas para gestionar la naturaleza a sitios sagrados, parajes comunales, lugares de memoria y rutas intercomunitarias.

Junto a los reordenamientos ecológicos municipales y estatales está la promoción de turismos bucólicos que plantean la terciarización de las economías rurales potencializando elementos paisajísticos, culturales y ecológicos como atractivos regionales exóticos; bajo esta lógica el pueblo de Bernal, en Querétaro, se ha configurado como un enclave estratégico de fuerte inversión de capital privado, al tiempo que se conforma progresivamente una suerte de corredor turístico serrano que liga los territorios otomíes de Tierra blanca y Tolimán, en los estados de Guanajuato y Querétaro, respectivamente.

Es deseable reorientar los horizontes de la política ambiental mexicana, empatando objetivos biológicos y agendas nacionales con las necesidades locales de las comunidades y territorios indígenas. En la planeación espacial de dichas tareas, es necesaria la incorporación de criterios etnoterritoriales que complementen y diversifiquen la gobernabilidad ambiental, ampliando hacia ámbitos territoriales tanto las capas de información como los órganos de gestión. Esto podría encaminar la inserción de dichos órganos en instancias regionales consultivas, donde se discutan y decidan iniciativas que competen a las comunidades y territorios indígenas.

Otro rubro vital es la activación intersectorial de las leyes indígenas estatales, potenciando sus contenidos en materia ambiental hacia los ámbitos de competencia de diferentes instituciones estatales. Las leyes indígenas de Querétaro, Guanajuato y Estado de México coinciden en conceptualizar lo indígena desde su componente sociodemográfico y de localidad, manteniendo en incertidumbre la composición territorial e histórica de los imaginarios étnicos. Lo anterior puede impulsar las unidades de gestión ambiental que rebasen los microescenarios de la población, para redefinirlas desde el conjunto de localidades, parajes y sitios relevantes locamente que reconstituyen conjuntamente la territorialidad indígena.•

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