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Mar de historias

Nunca los vi

L

a actividad disminuye entre las cuatro y las seis de la tarde. A Ibrahim, vigilante en el condominio horizontal, esas dos horas le resultan insoportables. Para escapar del tedio hojea el periódico. Pasa de una sección a otra sin detenerse. Cuando llega a la de ciudad descubre en el ángulo inferior izquierdo una noticia: Anciano indigente fue encontrado muerto en una banca del parque...

Ibrahim lamenta el hecho que, por desgracia, no es aislado. A diario, decenas de personas que viven en el anonimato mueren por causas naturales, enfermedades, accidentes, violencia, abandono, desolación, suicidio. Nada menos esta mañana escuchó en un noticiario radiofónico que, en los últimos meses, el número de suicidas entre menores de treinta años ha aumentado de manera alarmante.

Que un joven pierda la vida es deplorable. Siempre habrá quien lo lamente y diga –piensa Ibrahim: Pobre muchacho: con todo por vivir...; en cambio, si se trata de un viejo, su muerte se toma como lo más natural, nadie se detiene a pensar en lo que aún le faltaba por hacer y pocos se conduelen. Por ejemplo, el anciano que expiró en la banca del parque. Quien lo haya descubierto, rígido bajo un montón de trapos, ¿habrá dicho un rezo o siquiera un pobre hombre?

Ibrahim escucha dos claxonazos seguidos y reconoce el llamado de la señorita Inés, inquilina de la Casa 4 B. Sonriente, corre a levantar la plumilla y, tocándose la gorra, le da las buenas tardes. Sin mirarlo ni responderle, Inés se aleja.

II

Ibrahim regresa a su observatorio, abre el periódico y se encuentra con lo menos atractivo para él: edictos. La letra diminuta y los párrafos densos le hacen pensar en hormigueros. Cuando era niño, él y Rodolfo –su hermano menor– los hurgaban con una varita. Reconoce que era divertido y se pregunta si los niños de hoy jugarán a cazar hormigas. Lo duda. Por principio de cuentas aquí los hormigueros son de personas: se ven por todas partes y a todas horas.

Lo distrae un claxonazo discreto. Ibrahim se pone la gorra, mira por la ventanilla y comprueba que es el inquilino de la Casa 301 A. Sabe que al doctor no le gusta esperar. Alza la plumilla y lo saluda: Buenas noches. Pase usted. Sin agradecerle la bienvenida, el médico acelera. Resignado, Ibrahim levanta los hombros y vuelve a la caseta. Ya en su sitio, sigue pensando en el anciano indigente que murió en una banca del parque, pero, ¿en cuál de todos? En la ciudad hay muchos.

III

Siete de la noche. Empieza el trajín. Ibrahim oye la sarta de claxonazos insistentes con los que se anuncia Edgar, dueño del departamento 506 D. Ibrahim sale a la carrera, retira la plumilla, toca su gorra con la punta de los dedos y le pregunta qué tal pasó su día. En respuesta, el joven, rechinando las llantas de su auto, se aleja hacia la avenida. Ibrahim se queda observándolo admirado, luego retorna a la caseta y enciende el televisor portátil. Opta por apagarlo en cuanto aparecen escenas que ha visto durante varios días.

Toma el periódico, lo abre al azar y se encuentra otra vez con la noticia acerca del indigente muerto en la banca... Sigue leyendo en diagonal para ahorrarse tiempo, hasta que lo atrapa una línea: del parque ubicado en Vulcano y Margaritas. ¡Muy cerca de aquí! exclama Ibrahim.

Al considerar su proximidad a la tragedia se siente como el espectador que está en la primera fila de un teatro. Ese dudoso privilegio lo incita a leer el resto de la nota: “Vecinos interrogados por esta fuente aseguran que jamás habían visto al anciano; sin embargo, una mujer, Rosa N, afirma que el hombre llevaba más de ocho años viviendo a la intemperie, en la banca junto al reloj, a unos metros del paradero.”

Mi paradero, musita Ibrahim. Por la mañana a diario se baja de la micro en ese punto y por la noche allí mismo aborda el transporte de regreso. Entonces, ¿cómo es posible que nunca haya visto al anciano? En busca de una explicación, hace el recuento de las personas con quienes regularmente se cruza en sus dos horarios. En el de la mañana están Toño el barrendero, la señora de los periódicos, el aseador de calzado, las monjas que se dirigen a la iglesia del Carmen; en el de la noche cuenta al vendedor de tamales, al taxista que da servicio a una mujer paralítica, al panadero y al comerciante que pregona sus obleas.

Entre todos esos personajes no está el indigente. ¿Por qué? A falta de respuesta continúa la lectura de la nota: Las pertenencias del anciano consistían en una bolsa llena de papeles, bolsas de plástico y prendas inservibles. Entre sus ropas no se encontró identificación alguna. Su cuerpo será sepultado en la fosa común del panteón civil.

Ibrahim sigue reprochándose su distracción, su indiferencia hacia el anciano. Vivió durante ocho años en el parque –su parque– sin que él lo mirara; en cambio, ahora que está muerto lo ve y con los escasos datos de que dispone puede imaginarle nombre, edad y hasta las razones por las que vivió ignorado y al mismo tiempo a la vista de todos.

Escucha los cuatro claxonazos con que se anuncia el señor Toledano. A Ibrahim le simpatiza, siempre ha querido conversar con él. Quizá hoy pueda hacerlo. Sale de la garita, levanta la plumilla y antes de que pueda darle la bienvenida el señor Toledano reinicia su marcha. Ibrahim regresa a la garita y se acomoda en el banco. Desde allí, durante once años, ha visto entrar y salir del condominio a todos sus habitantes. Sabe sus nombres y el número de sus residencias, conoce sus hábitos y sus profesiones; sin embargo, para ellas él no es nadie. Algún día, cuando deje su cargo –¿enfermedad, jubilación?–, tal vez alguien diga: Que yo recuerde, nunca tuvimos un vigilante que nos durara tantos años. Entonces no faltará una Rosa N que aclare: Desde luego que sí, se llamaba Ibrahim, era muy amable y siempre saludaba tocándose la gorra. A partir de ese momento, en ausencia, él comenzará a existir para los condóminos.

Falta poco para que termine su turno. Mientras guarda sus cosas, Ibrahim llega a una conclusión: la miseria y la soledad borran del mundo a las personas. Pobre hombre, dice sin saber a quién las dirige: ¿al indigente o a él mismo? No importa. Después de todo es mínima la diferencia entre banca y banco.