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Las flores del campo
A

ntes de comentar la colaboración de Clarisa Landázuri que acabo de leer en La Voz Brava , tal vez sea oportuno recordar que, por más atemporal y ubicuo, sustancioso o insubstancial, que fuera o pudiera ser el contenido de estas colaboraciones suyas, que arrancaron en 2012, curiosamente el Día de la Independencia del país en el que la publicación se fundó, ya sea que se trate de comentarios sobre noticias propiamente dichas, o de reflexiones personales, sin excepción se refiere a sucedidos documentables. Así, dado su carácter, el hecho de que sean reales, o de que puedan ser cotejados con determinado tipo de documentación, los convierte en valiosos.

Con este preámbulo en mente, me siento más libre de registrar, en mis palabras, la especie de página de diario en la que en esta ocasión consistió la columna de Clarisa, en la que manifiesta uno de los rasgos más particulares de su particular modo de ser.

De visita en la ciudad, relata que, a las 7:30 horas del día que inició la primavera, salió de casa de su hermana a hacer su caminata y tomarse un café, con la llave y un pañuelo en un bolsillo interno del saco, el celular y sus anteojos en el otro y, dentro del estuche del celular, una tarjeta bancaria, objetos, instrumentos o comoquiera llamárseles que ella considera básicos, sin que hiciera falta que mencionara la libreta, el lápiz, el sacapuntas y el borrador sin los cuales tampoco se desplaza, ni siquiera de un cuarto a otro, no digamos extramuros de Brava.

Avanzada en su camino, sin embargo, se dio cuenta de que había dejado atrás su monedero y que, por tanto, no tendría manera de pagar el diario en el que, según le avisó FS, el autor, en esa fecha se publicaría la crónica sobre su paso por Lagos de Moreno, donde había dictado una conferencia dentro de la cátedra Sergio Pitol.

Tras reprocharse por su torpeza, agravada porque, contrario a su cuidadosa costumbre, al despertar no había mirado el recordatorio en su agenda, sin hacer más caso de su descuido giró sobre sus talones y, decidida, empezó a regresar a casa de su hermana. Recogería las monedas y se dirigiría al quiosco a comprar el periódico. Le hacía gran ilusión leer la nota en el café, después la conservaría en sus archivos.

Pero ya encaminada de regreso, rectificó. Puesto que llevaba consigo una tarjeta bancaria, pensó, resultaba mejor solución entrar a alguno de esos comercios que hay en cada esquina, abiertos 24 horas / 365 días, y con la tarjeta retirar unos pesos, aun cuando a la fecha ella no hubiera recurrido aún a semejante servicio. Así, entró confiada al lugar con la novedosa sensación de estar a punto de adaptarse a los tiempos. Pero una vez ante el mostrador, ya fuera debido a su inclinación natural hacia las buenas maneras, o por falta de experiencia, apenas dio los buenos días al joven de uniforme al que se enfrentó, le preguntó si, para pedirle que con su tarjeta él le facilitara 50 pesos, era necesario que ella hiciera algún gasto en el comercio, o si la solicitud era suficiente para que la tienda le hiciera el reciente servicio.

El muchacho levantó la vista y la miró con una expresión que Clarisa calificó de estupefacta. No supo a qué atribuirla, si a su propio aspecto, o si al lenguaje con el que expresó su petición. En todo caso, para moderar la extrañeza que le pareció que su presencia había causado al empleado, explicó, Es para comprar el periódico; salí de casa sin monedero.

Y lo cierto fue que, sin contestar la pregunta que Clarisa le había hecho ni explicarle nada, el chico se limitó a tenderle cinco monedas de 10 pesos cada una y cerró la caja, listo a atender al siguiente cliente. Por su parte, complacida, Clarisa continuó con su programa.

Había pretendido llegar a casa y orgullosa contarle a su hermana la aventura en la que se había inaugurado esa mañana, pero, tras ver con atención el comprobante y advertir que le habían cobrado el servicio que ella supuso desinteresado, guardó silencio.