Opinión
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¿Mejor vasallos que republicanos?
C

on motivo del bicentenario de la Constitución de Cádiz, nuestros parlamentarios (senadores, sobre todo), algunos prestigiados académicos y una nutrida delegación de España celebraron con manteles largos el aniversario.

La de Cádiz fue la primera constitución monárquica que daba a los habitantes de las colonias de España la misma condición que a los peninsulares. Pero sólo en el papel. De la condición de ciudadanos quedaban excluidos los individuos de ascendencia africana y los que conformaban las llamadas castas. A la mayoría, pobre y con un inmenso sector de parias y analfabetas, se la ponía en manos de una minúscula minoría bajo el mando y los caprichos del monarca, con todo y la declaración de soberanía nacional.

Dos años después, los insurgentes mexicanos comandados por Morelos proclamaban en Apatzingán el Decreto para la Libertad de la América Mexicana. Técnicamente era una constitución menos desarrollada que la de Cádiz, pero evidentemente superior en alcances sociales y de justicia humana. Establecía la libertad –y por tanto la ciudadanía– de todos los habitantes de la nación; eliminaba la tortura e introducía el principio de certidumbre jurídica. Y en cuanto a la representación eliminaba los odiosos requisitos materiales que luego fueron restaurados por el régimen conservador. El bicentenario de esa constitución de contornos republicanos –y sólo con la limitante de establecer como única la religión católica–, careció de mayor atención celebratoria como no fuera la módica edición conmemorativa que fue posible gracias al Centro de Estudios Parlamentarios de la Universidad Autónoma de Nuevo León y al interés del entonces senador Manuel Bartlett.

Ni ya independientes, la figura y los efectos de tener un monarca en el gobierno se disolvieron. Así fueron Agustín I, su majestad imperial; y luego su alteza serenísima (Santa Anna), el emperador Maximiliano I y –parecía que allí terminaría el ánimo monárquico–, pero igual fue con el señor presidente Porfirio Díaz. Más tarde le siguieron todos los señores presidentes posrevolucionarios, algunos con mayor mando que un monarca: jefes supremos, jefes máximos, jefes natos. Su figura, como la del rey español, fue considerada sagradas e inviolables. Y se les llegó a homologar con el gran tlatoani de la época anterior a la Conquista.

La cultura ayuda al culto monárquico: Reino de Dios, Príncipes de la Iglesia, Emperatriz de América, Príncipe Azul, Reina por un Día, el Rey o la Reina de la Casa.

No fue sorpresivo, pues, que con un aprendizaje cojo de lo que es una república y de quienes la habitan, algunos mexicanos –incluidos varios intelectuales– se llamaran a impertinencia por la carta que envió el presidente Andrés Manuel López Obrador al rey de España y al Papa solicitándoles que sus gobiernos pidieran perdón a los mexicanos por los graves daños causados a título de acciones civilizatorias y evangelizadoras que nos produjeron los responsables de la Conquista hace 500 años. La corona rechazó la petición. En su lábil argumento expuso que no se podían juzgar hechos del pasado con criterios del presente.

Desde la denuncia del fraile Antonio Montesinos, pasando por los juicios severos de Francisco Vitoria y las Leyes Nuevas de 1542, dictadas por Carlos V, que suprimían las encomiendas, la esclavitud y las guerras de conquista, todos estos, según la visión de la monarquía española, fueron criterios equivocados, ya que se les juzga como medidas que intentaban atenuar, por lo menos, el holocausto de la Conquista. Con la misma lógica tendría que juzgarse como bienhechora a la Inquisición y sus horrores, y como una bendición el fascismo franquista y la dictadura de quien gobernó a España por la Gracia de Dios. Y así habría que condenar a los luchadores españoles por la república, su exilio en tierras de América y el refugio generoso que México les ofreció.

O sea que los hombres bebemos presentismo puro y de ninguna manera somos pasado, como lo dijera en algún momento Edmundo O’Gorman.

Nos falta cursar, en serio, el aprendizaje de individuos que viven en una república y terminar de una vez por todas con el vasallaje que nos mantiene con el ombligo en un lugar al que dejamos de pertenecer hace dos siglos.