Opinión
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Infancia y Sociedad

Cada quien su Roma

M

i personaje se llamaba Dominga y más que rasgos indígenas tenía aires de mulata. Fuerte y ruda me llevó en brazos mi primer año de vida. Fui la segunda de cuatro niñas y a diferencia de mi rozagante hermana mayor, nací flaca, enfermiza, llorona y huraña: los brazos morenos de Dominga fueron mi primera fortaleza. Mi madre era mi cielo, Dominga era mi tierra.

Esa generosa morena acompañó a mi madre desde que se casó, a sus 20 años de edad, Dominga tenía unos 18. Más que una relación de patrona y empleada, la suya fue de amistad y solidaridad mutua, una organización matriarcal comunitaria, pero no la relación de explotación e injusticia que muchos ven en el trabajo doméstico remunerado. Todas semos mujeres, dicen las muchachas.

De ellas, muchas otras desfilaron por casa de mis padres. Las recuerdo a todas con alegría y cariño. Llegaban con sus ropas coloridas en cajas de cartón y se iban cuando se les antojaba. Su libertad me parecía tan envidiable que fantaseaba con volverme una de ellas y escapar a perseguir esa libertad, pues fue la primera que conocí entre mujeres.

Dominga casi nunca salía; iba eso sí a la fiesta de su pueblo en los rumbos de Azcapotzalco. De esos días le nacieron dos hijos que, sin dificultad, dejó a cargo de su madre. Pues pareciera que más que sentirse nuestra, nos consideraba suyos, nos cuidaba así, como hijos. Participaba de todos nuestros asuntos y cuando salíamos de viaje sin ella, movía los muebles y los reacomodaba a su gusto: ¡hasta de recámara nos cambiaba¡

Una vez mis padres despertaron asustados porque Dominga y sus cuatro hijitas habían desaparecido… unas horas más tarde volvimos de sus manos: nos había llevado al desfile en el Zócalo.

Además de los quehaceres de la casa, Dominga contaba cuentos, nos peinaba de trencitas y hacía las piñatas en diciembre. Hubiera sido una estupenda maestra (una vez me hizo la tarea). Pero cuando más la añoré fue cuando nacieron mis hijas gemelas. Ella fue el hada guardiana de mi niñez.

Sí, los brazos de Dominga fueron mi primera fortaleza, y sé que la dulzura con que me cobijo al principio de mi vida no podré recuperarla hasta el final, cuando otra mujer rotunda como Dominga me tome también con ternura entre sus brazos para siempre…