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Puntos sobre las íes

Recuerdos / Empresarios (XCI)

D

e viajes y olvido.

Volvamos con Conchita.

“Inauguramos nuestros viajes saliendo en tren rumbo a Monterrey. Vallejo había quedado en llevarnos a la estación los billetes y el dinero, y como llegamos con 10 minutos de adelanto, subimos directamente al coche-cama donde esperamos el arribo de mi apoderado. Pasaron los minutos y Vallejo no apareció por ningún lado, hasta que Ruy, viendo la hora se levantó.

“Vámonos –dijo–, que sin dinero no podemos viajar.

“En eso, un señor muy gordo, de suave sombrero texano y expresión jovial, se atravesó en nuestro camino.

“Donde está Julián Llaguno –dijo, pegándose sonoramente en el pecho– ningún extranjero necesita dinero.

“Don Julián, el magnífico ganadero de Torrecilla, fue desde ese día un espléndido amigo.

“¿Y Vallejo?... pues se había olvidado. No se acordó más que cuando le telefoneamos desde Monterrey. Recuerdo que en ese viaje, al atravesar uno de los compartimentos, vimos, sobre un asiento, un montón de cinturones de cuero rodeados de balas y adornados con magníficas pistolas. Pertenecían a unos pistoleros que, molestos con tanto acero, se quitaron las armas para viajar más a gusto. Los hombres parecían simpáticos y usaban sombreros de cowboy, que les quedaban muy bien. Me sentí en una película del Far West, y excusado sería decir que me encantó verlos.

“Tú sí que merecías un tiro por ser tan malcriada –reprendió Ruy.

“Es buena gente –nos confió después el camarero–, refiriéndose a uno de nuestros compañeros de viaje, nomás que un poquito matón.

“Nos hizo la mar de gracia la expresión.

“En Monterrey todo nos fue divinamente, aunque pasé por algunos momentos de vergüenza muy grandes la víspera de la corrida. Paseábamos por la calle, era de noche, cuando frente a un retrato mío, expuesto en un escaparate, se juntaban algunos curiosos. Nos acercamos a tiempo de escuchar a uno que decía con aire de suficiencia: ‘Tiene cinco caballos extraordinarios’. Asunción, Ruy y yo, pensando en mi único –y dudoso– caballo, escondimos las caras y regresamos al hotel.”

***

“Menos mal que no tardó en ser verdad la frase del aficionado. La mañana de la corrida le compramos un caballo a un vaquero y por la tarde salí a torear con él, y como la primera vez que torean todos los caballos pues ignoran el peligro, nos fue muy bien.

“Poco a poco descubrimos jacas extraordinarias. Yarabi –un pío con 17 años– fue uno de los mejores animales que haya conocido. En seguida, vino el Penquito, un portentoso caballo que sufrió 15 cornadas sin volver nunca la cara. Debe haber toreado unos 600 toros en su vida torera. Por fin, entró en la cuadra el fiel Matavacas, un caballazo, como decían los toreros, tremendo, que comenzó su carrera taurina matando una vaca que el ganadero don Remigio González me había prestado como especial deferencia. Pasé tantos apuros al verla tirada en el suelo –le eché quien sabe cuantos baldes de agua en la cabeza– cuando el veterinario, doctor del Pozo, me advirtió que sería inútil mi trabajo, pues estaba muerta; yo no quise volver a ver al autor del desaguisado, pero Ruy insistió para que lo volviera a montar.

“Si conseguimos dominarlo –vaticinó– será un animal maravilloso; tiene un valor a toda prueba.

“No se equivocó; con mucha paciencia le corregimos la manía de parar y largar una patada –¡certera!– al sentirse perseguido. Partió varios carretones con los que le hacíamos de toro y acabó siendo una jaca prodigiosa. Pero nunca perdió el espíritu agresivo frente al ganado. Una tarde lo soltamos en un tentadero para ver lo que hacía al encontrarse solo. Nada, que Matavacas se arrancó, esquivó la embestida de la vaca, se revolvió y coceando enfurecido le fracturó las costillas a su enemigo. Tuvimos que intervenir para que no acabara con la vaca. El sorprendente caballo se murió en uno de los muchos viajes que hizo de Europa a América. Se mareó, enfermedad fatal para el ganado equino, y lo dejaron en el fondo del Atlántico. ¡Qué pena! Un caballo que se lució con tanto valor sobre los ruedos de 10 países.

Después de nuestro primer viaje a Monterrey, ciudad de la que guardo tantos recuerdos, los compromisos nos obligaron a comprar un camión y un coche.

(Continuará)

(AAB)