Opinión
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A la libertad por la universidad
E

n la imaginaria Ciudad del Sol de Campanella, rodeada de siete murallas, hay una casa con tantos maestros como ciencias: “el astrólogo, el cosmógrafo, el geómetra, el lógico, el retórico, el gramático, el médico, el físico, el político, el moralista… y un solo libro que contiene la totalidad del saber humano, que debe conocer todo el pueblo”.

Esta visión renacentista es el mejor símil de la universidad, un todo armónico resultante de la diversidad de sus partes, articulado hacia adentro, pero que irradia hacia afuera, inserto en la propia sociedad a la que no puede ser ajena porque perdería su razón de ser.

Lo aprendí cuando en 1959 entré a estudiar derecho en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, la única que existía entonces, con sede en la ciudad de León, y que tenía apenas mil estudiantes. Las clases se extendían fuera del aula y uno podía visitar a los profesores en sus casas, prestar libros de sus bibliotecas y aun sentarse con ellos a las mesas de los bares. Una intimidad académica y de por medio mucha curiosidad juvenil.

El rector de la universidad era Mariano Fiallos Gil, quien había luchado por conquistar la autonomía universitaria. Fuimos sus discípulos y formamos lo que se llamó la generación de la autonomía.

Creó el lema A la libertad por la universidad, que proclamaba un humanismo beligerante, la universidad fuera del claustro, y así salíamos a la calle a enfrentarnos con la realidad de que el país se hallaba bajo la férula de una dictadura familiar.

Solía repetir a Terencio: Soy un hombre, nada humano me es ajeno. Y nada de lo humano es ajeno a la universidad, inmersa en un entorno que en América Latina es injusto con tanta desmesura. Si a la universidad se le arrebata el humanismo y se burla su autonomía, nada queda de ella.

Es lo que hace un siglo enunciaba el Manifiesto de la Federación Universitaria de Córdoba: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y –lo que es peor aún– el lugar donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara”.

Las universidades fueron en América Latina fortalezas éticas que criticaban a los gobiernos autoritarios y denunciaban los abusos de poder. Por eso fueron blanco no pocas veces de las dictaduras militares, que mandaban ocuparlas con tropas y tanques de guerra.

Ahora, cuando en las encuestas de opinión se pregunta sobre las instituciones de mayor prestigio, las que ejercen influencia sobre los ciudadanos, se olvida a las universidades, como si se hubieran ausentado de la vida pública.

La excelencia académica es un reto. Pero también las universidades tienen otro papel que cumplir más allá de las aulas. Deben volver a ser la conciencia de la nación, ahora que el sistema democrático corre tantos riesgos frente a las trampas de la demagogia, el populismo, y el fanatismo ideológico.

Hay nuevas formas de populismo y de caudillismo, y las universidades no se libran de la férula ideológica, alineadas al poder político como ocurre hoy en Nicaragua, donde se ha perdido todo vestigio de autonomía en las universidades públicas y la autoridad académica se subordina a la de los comisarios políticos. Son universidades intervenidas.

Los profesores que no responden a las líneas políticas oficiales son despedidos y decenas de estudiantes han sido expulsados o se hallan en la cárcel acusados de actos de terrorismo. La lealtad política sustituye al rendimiento académico, y por tanto la calidad de la enseñanza se empobrece hasta el ridículo.

La democracia es una herramienta ineludible e insustituible, sin la que no son posibles ni la paz social ni la institucionalidad ni la transformación social ni el progreso económico. ¿Tienen que ver las universidades con la defensa de la democracia? Deben estar a la cabeza. La democracia necesita ser defendida con las herramientas del pensamiento elaborado de manera crítica en los recintos académicos. En el ejercicio pleno de su autonomía y en libre debate de las ideas, las universidades deben ser ellas mismas escuelas de democracia.

No se ha roto el molde del dogma. Un dogma vuelve siempre a sustituir a otro y el antídoto sólo está en poner en cuestión la verdad absoluta, rasgar su coraza y hacer que surja el pensamiento libre. Y crear pensamiento libre de manera incesante es tarea de las universidades.

La primera prédica de la universidad, que por su naturaleza y su misión encarna la diversidad, es en beneficio de la libertad para cerrar así el paso a la intolerancia de quienes no admiten el pensamiento ajeno y buscan anularlo. Quienes expulsan de las universidades toda forma diferente de pensar son quienes terminan levantando los cadalsos e inflamando las hogueras donde se empieza quemando libros y se terminan quemando personas, según las palabras de Heine, que nunca debemos olvidar.

Madrid, noviembre de 2018

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