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Mar de Historias

Los que se van

E

migrante: El que se traslada de su propio país a otro, generalmente con el fin de trabajar en él de manera estable o temporal.

I

–La foto de la mujer con el bebé entre los brazos, los dos niños que duermen en el suelo, el desconcierto de la familia que mira hacia la carretera desde un quicio, la expresión angustiada del muchacho que intenta subir a un camión, los ancianos sentados sobre un bulto de ropa... Esas imágenes que en las últimas semanas han aparecido en los periódicos, aunque aluden a una realidad muy distinta a la mía, me han hecho recordar nuestra última noche en el pueblo.

–Leonor, ¿de qué habla?

–De algo que ya no puedo compartir con mi familia. No queda nadie, o tal vez sí, pero no lo sé: es lo mismo que si todos hubieran muerto.

–Si de algo le sirve, puede hablar conmigo. Sabe que me gusta escucharla.

–Ocurrió hace mucho tiempo y sin embargo recuerdo cada detalle de aquella noche: el ambiente sombrío en la cocina, el silencio durante la cena, el chorro de agua para extinguir las brasas, el tic tac del reloj señalando las nueve de la noche. A esa hora, como si fuéramos en caravana, recorrimos los cuartos con olor a humedad, las ventanas clausuradas a base de tablones, los muebles que parecían fantasmas en reposo bajo sábanas blancas. Lo más triste de ver era las sombras que retratos e imágenes habían dejado en las paredes. Cada uno de esos pormenores detalles quería decir: Por último o Quién sabe hasta cuándo.

II

–Desahóguese, Leonor: llore si quiere, pero no deje de hablar. Le hará bien.

–Durante aquella noche, que recuerdo muy larga, mis padres a cada momento encendían la luz para ver el reloj y cerciorarse de que nos quedaban algunas horas de reposo antes de emprender el viaje. En cuanto se restablecía la oscuridad escuchábamos la advertencia dirigida a mis hermanas y a mí: Ya duérmanse. Acuérdense de que mañana salimos para México muy temprano.

–Como si su pueblo no fuera México también.

–En aquellos momentos ¿quién iba a pensar en eso? Además, para nosotros el pueblo era el mundo entero. No conocíamos nada que estuviera más allá de la estación de madera pintada de verde... Ya me perdí. ¿De qué le estaba hablando? Ah, sí: de nuestra última noche en el pueblo. A pesar del cansancio que nos habían dejado las despedidas y los preparativos, era imposible conciliar el sueño. Nos mantenían insomnes la emoción, el temor y la incertidumbre. Ignorábamos qué iba a suceder con nosotros. Lo único cierto era que nos alojaríamos en la casa de una media hermana de mi padre mientras encontrábamos dónde vivir.

–Leonor: usted y sus hermanas eran muy chicas. ¿Realmente comprendía lo que estaba sucediendo?

–Pues sí: que lo mismo que tantas otras familias habían hecho, estábamos a punto de abandonar nuestra tierra, y no por gusto. El descuido del campo, querellas por las tierras, el estiaje, la pobreza nos obligaron a trasladarnos a la ciudad. No fue fácil tomar la decisión.

Hubo demoras, pleitos, cambios de parecer. Llegó a pensarse en desistir del viaje. Mi madre confiaba en que un milagro nos evitaría el dolor de abandonar la tierra donde había nacido toda nuestra gente, desde el tatarabuelo.

–Por lo que veo, el milagro no se dio.

–-Tuvimos que resignarnos a emprender el viaje. Mi madre vino con la ilusión de que tuviéramos escuela; mi padre con la esperanza de encontrar un trabajo, reunir dinero, mudarnos a San Luis y luego dedicarse a la compra y venta de semillas.

–¿Quién se quedó en su casa?

–Julia y Severa –dos mujeres que desde niñas vivían con nosotros: ayudaban en los quehaceres, pero eran vistas como de la familia– y el tío Pioquinto. Como a él nadie le dijo que no estaba incluido entre los viajeros, metió en una caja todas sus cosas: ropa vieja, un montón de estampitas y rosarios, un balero, una lámpara sorda y organillo de boca que acostumbraba tocar por las noches. La tonada era siempre la misma y muy triste. Cuando se interrumpía, escuchábamos un discurso caótico salpicado de risas y gemidos.

–¿Su tío estaba enfermo?

–Sí, de sus facultades mentales. En esas condiciones, qué necesidad había de traerlo a la ciudad e imponerle un cambio de vida que si para nosotros iba a ser difícil, para él mucho más: un tormento. Lo mejor era que permaneciera en el pueblo, entre gente conocida y acompañado por Julia y Severa. Las dos entendían muy bien su media lengua, eran pacientes y, sobrecariñosas con él.

–Leonor: ¿en qué momento le dijeron que no viajaría con ustedes?

–En la madrugada. Cuando estábamos a punto de salir para entregarle nuestro equipaje a Salustio, el chofer que iba a llevarnos a la estación, encontramos al tío Pioquinto en el zaguán, sentado sobre su caja, esperándonos. Julia y Severa intentaron llevárselo a su cuarto con engaños, pero él se resistió con tal fuerza que estuvo a punto de caer. Imposible consolarlo. Por temor a perder el tren, mi padre ordenó que en seguida subiéramos a la camioneta. Desde allí vimos a mi tío luchando desesperadamente por escapar de sus custodias. Nunca he olvidado sus gemidos: los oigo en mis pesadillas.

–¿Qué sucedió con él?

–Siguió viviendo tranquilo, tal vez sin acordarse de nosotros, en su extravío de palabras a medias y de música. Murió poco antes de que se vendiera la casa. Sin razones para quedarse en el pueblo, Severa y Julia se trasladaron a Lagos para atender a un párroco.

Durante un tiempo nos mantuvimos en contacto por carta. Después no volvimos a saber de ellas.

–Y usted, ¿volvió al pueblo?

–Algunas veces, pero en realidad nunca me fui de ese lugar. La tierra natal, lo mismo que la infancia, jamás se abandona.